Rothbard la tuvo clara: el liberalismo fue el nombre del progreso, de la revolución, fue la izquierda en las jornadas del siglo XIX en las que el Viejo Régimen era demolido, junto con los remanentes feudales, mercantilistas y corporativos. Pero ese rol de avanzada, de modernidad y fe en el porvenir fue abruptamente copado por el Socialismo, un mezcla confusa de ideas liberales, pero métodos estatistas-corporativos.
“Los liberales clásicos habían comenzado como el partido radical, revolucionario en Occidente, como el partido de la esperanza y del cambio en nombre de la libertad, la paz y el progreso. Fue un grave error estratégico dejarse desplazar, permitir que los socialistas se presentaran como el “partido de la izquierda”, dejando a los liberales falsamente colocados en una posición centrista poco clara, con el socialismo y el conservadurismo como polos opuestos .Dado que el liberalismo es precisamente un partido de cambio y de progreso hacia la libertad, al abandonar ese rol abandonaron también gran parte de su razón de ser, en la realidad o en la mente del público”.
Nadie como Rothbard para señalar el límite preciso entre liberalismo y conservadurismo. A veces coquetea con posturas “de izquierda”.
Se opone a las guerras como Vietnam o Irak, ataca el complejo industrial-militar, propone la desaparición de las grandes instituciones de control social: manicomios, escuelas estatales, posturas coincidentes con planteos de la Nueva Izquierda. Pero a diferencia de los “anarcos” propone libertad para estar armado y defenderse, una justicia de “ojo por ojo”, o sea de reparación concreta a la víctima por parte del victimario, una defensa feroz de la propiedad privada- a la cual identifica como una extensión del individuo. Su radical antiestatismo (“separación del Estado de Todo”) pone en manos de la sociedad la resolución de las polémicas. Es más: las polémicas surgen porque los diversos grupos presionan para que el Estado comulgue con su propuestas (educativas, económicas, etc.): despojando al Estado de ese poder, desaparecen las presiones y los conflictos intergrupales: un estado mínimo no genera competencia para volcarlo a favor de determinada postura.
Su propuesta de libertad de enseñanza es sencillamente revolucionaria, porque demuele doscientos años de ideología liberal- estatista sobre Educación Pública. Simplemente, nos dice, la educación es un tema particular de cada familia. Incluso NO enviar a los hijos a la escuela no es un crimen sino una decisión libre y respetable. La enseñanza hogareña y, obviamente, en las escuelas comunitarias (religiosas o no) son alternativas más válidas que la escuela pública, destinada a generar individuos uniformados, estandarizados, producidos por una burocracia entrenada en el arte de limitar las diferencias ente las personas y negar la complejidad de los procesos de aprendizaje reduciéndolos a unas reglas fijas.
Se queja , asimismo, de la compulsión a hacer obligatorios cada vez más años de escolaridad, alejando a los jóvenes de la realidad del trabajo en las empresas, encerrándolos en mundos artificiales que, para colmo, llenan de insatisfacción y rebeldía a los jóvenes.
Rothbard no dice que cualquier esquema moral da lo mismo. Lo que dice es que el Estado no puede fallar a favor o en contra de ninguna teología, esquema moral o ideología. La pelea ideológica se traslada al seno de la sociedad civil, despojando al Estado de su papel de árbitro en cuestiones de moral o religión.
De ahí que aliente la despenalización de la droga, la privatización de la educación o la legalización de la prostitución. No porque crea que es bueno drogarse o prostituirse, sino porque se trata de elecciones personales, sobre las cuales “la sociedad” no puede opinar.
Su liberalismo es extremo, dogmático casi. Pero esta bellamente argumentado y tiene una riqueza que se transmite al lector.
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