Prólogo de "Sociedad de Alta Complejidad"
Desde que apareció, apenas intuida, a la sombra de una cada vez más extensa –e intensa– economía dineraria, la sociedad de alta complejidad –cuyo fundamento y sostén es el capitalismo– fue encarnizadamente combatida por la cultura tradicional y los personeros conspicuos de su herencia, quienes recogieron imprecaciones y condenas, a veces sólo insinuadas, de un pasado milenario.
El dinero, el interés, el capital, su acumulación y concentración, el lucro, la célebre plusvalía, el monopolio, entre otros términos críticos, fueron –en simple metáfora– los muñecos miserables, reiteradamente vilipendiados por una ética convencional, discrimi-natoria y sensiblera, que se negaba a comprender la nueva realidad del proceso histórico moderno, desencadenada por la audacia de la aventura, la inteligencia de la innovación y la porfía del trabajo incesante y meticuloso.
Las grandes máquinas, coordinadas en vastas organizaciones (pensemos en el ferrocarril), fueron caracterizadas como demonios. La tecnología, y la misma ciencia, han sido reiteradamente desestimadas por creadoras de incertidumbre y problemas (lo que es cierto) como si ésas no fueran las consecuencias necesarias de elegir entre opciones perentorias –realizadas por millones de personas–, todas las cuales tienen los mismos resultados inciertos y problemáticos. Pero mientras la tecnología y la ciencia nos lanzan al itinerario azaroso de vivir y aun exprimir lo desconocido y misterioso de la sociedad y la historia, su quiebra, o la abstención de producirlas, nos llevarían a la estabilidad de la inacción y a la nada, sin superar o enfrentar los problemas de vivir. Rifaríamos la propuesta imprevisible de crear y saber frente a lo desconocido que nos asedia. Dejaríamos de ser los astronautas del misterio, para gozar de la seguridad –por completo ilusoria– en el nicho de la ignorancia.
Las meras relaciones sociales de la sociedad compleja han recibido la condena de insolidarias, desalmadas, opacas e intrincadas, en elogio implícito o explícito, por contraste, de la sociedad simple, en la que todos sus miembros serían hermanos, compañeros o camaradas, y sus relaciones transparentes, signadas por la bondad y la comprensión. Este colectivismo idealizado choca estruendosamente con la realidad que ofrece la antropología, y sus inferencias acerca del remoto pasado humano. También es contradictorio con lo que sabemos de historia sobre el pasado de las sociedades actuales.
Las fallidas predicciones relativas a la “decadencia de Occidente” y “la caída del capitalismo” y de la sociedad de alta complejidad desde que esta se insinuó en la prime-ra mitad del siglo XIX –junto con el advenimiento de las propuestas socialistas– se han mostrado hasta ahora completamente equivocadas, aunque siempre se podrá decir que algo que existe habrá de terminar, y con razón, porque la vida medra en la dimensión incomprensible de lo perecedero. La cuestión radica en demostrar cómo y cuándo, porque todo, repito, muy probablemente es cierto que desaparecerá.
Aparte de estas atendibles advertencias, es indudable que la segunda mitad del siglo XX ha deparado un admirable progreso –en todos los planos– de la sociedad de alta complejidad, allí donde el capitalismo pudo desarrollarse. No obstante, cubre una porción minoritaria del planeta, aunque sin duda está en la proyección de todos los países que cuentan con una economía dineraria en crecimiento. Además, las resistencias a tole-rar su expansión han desatado terribles oposiciones, como el comunismo, el nacional–socialismo, el anarquismo, los nacionalismos populares, el terrorismo y sus mezclas diversas.
Todos los datos que podemos recoger, sin embargo, y las inferencias más probables que ellos hacen posible, sugieren que la sociedad de alta complejidad, con sus heladeras, sus hazañas médicas y astronáuticas, sus servicios de información plurales y libres, y el fantástico desarrollo de la ciencia y la tecnología, además de la vastedad inaudita de sus entretenimientos, entre otros aspectos que podrían agregarse –acaso más importantes– navegará airosamente, aunque no sin tragedias, entre los asedios de la incomprensión.
Es claro que no sabemos a dónde va. Pero en cualquier otra opción –si la hay– nos pasaría lo mismo, fuera diferente o contradictoria. Ni de nuestro vivir, ni de la misma vida sabemos por qué existe, ni para qué, ni cuál será su destino. Esta regresión a las raíces de la filosofía parece justificada porque a veces se hace necesario recordar lo obvio.
Los prodigiosos hallazgos de la sociedad de alta complejidad y del capitalismo han sido separados quirúrgicamente por quienes los combaten –sin darse cuenta, puesto que son valores compartidos por todos–, del progreso institucional y ético, surgidos de la matriz sociológica y cultural que los originó. Los fogonazos deslumbrantes de un descubrimiento cultural que llevó dos milenios y medio –con los inesperados anticipos del Renacimiento– fueron salvajemente arrancados de las raíces que los hacían posible, y sin las cuales no hubieran existido, ni siquiera en atisbos. Más: los elementos dinámicos de esa increíble mutación histórica fueron criminalizados como promotores de la pobreza material y la miseria ética, cuando, en rigor, abrían nuevas exploraciones en la tierra incógnita de la creación moral, que debía traducirse –penosamente, como siempre ocurre– en nuevas instituciones políticas, como el ejercicio de la democracia y la justicia independiente.
Los presuntos monigotes de la historia, aquellos que recibían las afrentas (el capital, el interés, el lucro, el dinero, para citar algunos), en tanto, seguían actuando imperturba-bles –como compete a su naturaleza inanimada– en la práctica ruin de la vida cotidiana, activando las pasiones, los cálculos y las acciones de toda la gente, desde príncipes y mendigos a los revolucionarios y reaccionarios del statu quo; desde los genios a los do-tados con poca inteligencia. ¿Por qué?
Es que la sociedad de alta complejidad y el capitalismo activan mecanismos vitales de la psicología humana. Por eso se mueven y triunfan en la acción de la gente común, a pesar de que el ambiente cultural es anticapitalista y añora la simplicidad, ingenua y desgraciada, de San Francisco, el mínimo y dulce. Aun los países del socialismo real, para sorpresa de sus inamovibles autócratas, incorporaban masivamente
–cuando podían– las gracias incomparables de los muñecos asesinos. ¿Por qué?
Aquí yace la trágica cantera del más grande de los malos entendidos de nuestro tiempo. Es que 250 años de progreso hasta ahora incesante –si bien plagado de conflic-tos, hecho común en la historia del homo sapiens– no son todavía convincentes para gran parte de la masa intelectual o intelectualizada. Muchos más de los que serían espe-rables de sus miembros –entre ellos una considerable cantidad de premios Nobel– no se han informado de datos y conocimientos elementales: por ejemplo, que desde hace ape-nas dos siglos el homo sapiens, en una pequeña porción de la Tierra, está sacando la nariz de las cavernas, allí, precisamente, donde reside la sociedad de alta complejidad.
Si siempre nos diéramos cuenta de nuestros errores; si la realidad fuera transparente, entonces –inclusive la vida de animales y plantas– no sería lo que es: una exploración incierta en las coerciones de los trabajos y los días. Además, no puede dejar de ser así.
No pienso lamentarme aquí de esos errores, dado que nuestra ignorancia es y será infinita. Pero podemos aprender indefinida aunque dolorosamente, si “nos damos cuenta”, a través de mejores argumentos y mejor información, que algo importante pasa a nuestro lado sin ser percibido. Darnos cuenta de que ahora contamos en Occidente con una gran sociedad, mejor que ninguna en el pasado, pero –como todas– con inmensos problemas, medidos desde la estatura de sus hazañas –aunque tratables desde un nivel completamente distinto al de la ignorancia de antaño–. Si no “nos damos cuenta” perde-remos la oportunidad de mejorarla y, lo que es peor, acaso la perdamos para siempre.
Este libro es un intento y una propuesta para “darse cuenta” de la naturaleza de la sociedad de alta complejidad y de sus relaciones con el subsistema capitalista. Como su contradictor –que pasa siempre como su alternativa teórica y práctica– es el socialismo, sus diferencias con él ocupan el núcleo central de las reflexiones que siguen.
Siento que esa polémica, implícita y ostensible a un tiempo, esté plagada de reitera-ciones. Pero lo que es o parece redundante está justificado para tener presente hipótesis, términos teóricos, datos empíricos y argumentaciones.
Todos estos elementos interpretativos forman parte de una perspectiva sociológica, que es dominante, pero que se halla relacionada con la ciencia política, la economía, la historia y la antropología social.
Agradezco a mis amigos Elena Valero Narváez, Luis Balcarce, Horacio Domínguez y Jorge Mercado su contribución en documentos y libros raros, o difíciles de hallar.
Inesperadamente, se me imponen a la memoria estos versos conclusivos y sin duda gratuitos, que expresan la atmósfera de mi intencionalidad:
Incógnito e irreparable,
muevo los hilos de estas trasgresiones inútiles,
secuestrado por la inocencia y la veracidad,
circunstanciando presentimientos e hipótesis
en los límites mismos de la plegaria y la indigencia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario