miércoles, diciembre 30, 2009

El buen fracaso de Copenhague. Por Guy Sorman



En Copenhague, nos hemos librado por los pelos: un acuerdo vinculante sobre la energía nos habría sumido en el caos. Pero al borde del abismo, el sentido común salió victorioso frente a la ideología del calentamiento. A la mayoría de los participantes les vienen bien las circunstancias del fracaso: los occidentales pueden culpar a China y a India, lo que exime a los gobiernos de toda responsabilidad. En su fuero interno, un gran número de dirigentes estadounidenses y europeos deben alegrarse por este no-acuerdo, ya que muchos no creen en el calentamiento global y un acuerdo vinculante habría sido una especie de suicidio industrial para el mundo occidental. Y los indios y los chinos podrán proseguir su desarrollo, el cual exige, de acuerdo con el estado actual de sus recursos, el consumo de carbono. Recordemos que, sin el carbón, la humanidad se encontraría todavía en la edad de piedra.

¿Quiénes son los perdedores de Copenhague? La inmensa burocracia que lleva aparejada la ideología del calentamiento verá que se reducen sus créditos; lástima por ella que soñaba con una ONU del medio ambiente que concediera prebendas. Otras víctimas: el bando de los ideólogos y de los activistas anticapitalistas que se habían reciclado en ecologistas profundos. El golpe de Estado de estos antiguos rojos disfrazados de verdes ha fracasado. También es una ocasión perdida para los jefes de Estado cleptócratas que reclamaban compensaciones financieras en nombre de la Justicia climática: en Copenhague, el tercer mundo intentó reciclarse en ideólogo del calentamiento de la misma manera que los anticapitalistas lo hicieron en amigos de la Naturaleza. Doble fracaso para una doble impostura.
Pero ¿sobrevivirán la Naturaleza y nuestra madre Tierra al fracaso de Copenhague? ¿No debía esta reunión de jefes de Estado salvar al planeta? ¿No se trataba del último límite a la locura humana? ¿Transmitiremos «una bola de fuego» a las generaciones venideras? Volvamos al terreno del conocimiento y de la moral. La moral primero: las civilizaciones se basan en el dominio de la Naturaleza al servicio del Hombre y no al contrario. La ideología del calentamiento llevada al extremo es una subversión del orden occidental, una negación de la herencia grecorromana y judeocristiana: un neo-paganismo cuyos sacerdotes serían los ecologistas. Es comprensible que algunos jefes de Estado se dejen tentar por esta retórica que les permitiría dictar los buenos comportamientos y la moral justa: es más cómodo servir a la Naturaleza que no dice nada que a los pueblos exigentes. Por lo tanto, el fracaso de Copenhague es un chollo para la democracia y también un chollo para la Ciencia.

Hasta Copenhague, en efecto, había que creer que reinaba un consenso sobre el calentamiento climático: pero, ¿qué es un consenso que no comparten ni los chinos ni los indios? En realidad, los investigadores occidentales también están perplejos: el Climagate lo puso de manifiesto poco antes de Copenhague. Recordemos que la divulgación de correos electrónicos enviados por los climatólogos del Climate Research Unit de West Anglia revelaba la manera en que los defensores de la teoría del calentamiento manipulaban sus pruebas e impedían que los escépticos y los disidentes publicaran sus trabajos. De repente, sale a la luz que el GIEC, la organización de la ONU que apoya la ideología del calentamiento, es menos la consecuencia de un consenso científico que de un complot político para que se crea en el consenso. En ese complot, los gobiernos de los países pobres, debido a la ventaja que les da su número, han utilizado la mala conciencia permanente de Occidente: África, víctima del imperialismo, también lo es ahora del calentamiento mundial. Por lo tanto, habría que indemnizarla antes que desarrollarla: un razonamiento del cual son víctimas, desde hace 50 años, los pueblos africanos.

Una vez que se bajó el telón y que se acabó el espectáculo (eso esperamos), volvamos al principio de realidad: diferenciemos, en la controversia, lo que sabemos de lo que ignoramos y así obtendremos un buen comportamiento, una verdadera ciencia y una buena economía.

No cabe ninguna duda de que el clima se calienta, con lentitud, como ha ocurrido varias veces en la historia contemporánea. Pero no sabemos a ciencia cierta si la industrialización y el dióxido de carbono causan o no ese calentamiento. La hipótesis del calentamiento por el CO2 no se basa -contrariamente a lo que nos quieren hacer creer los ideólogos del calentamiento- en ningún hecho probado: sólo se basa en modelos teóricos. Si tiene que haber calentamiento, para la humanidad sería, como en el pasado, tanto beneficioso (para el sector agrario en particular) como perjudicial (enfermedades tropicales, inundaciones). Por lo tanto, conviene preguntarse si es mejor contener el calentamiento o si es mejor, en el futuro, luchar contra sus consecuencias. En pocas palabras, ¿se debería frenar el crecimiento industrial por un riesgo lejano o aleatorio? ¿O se debería continuar el crecimiento, dotándose de medios adicionales para, si se diera el caso, contrarrestar los inconvenientes del calentamiento? Antes de Copenhague, sólo oíamos el discurso predominante de la escuela catastrofista. Después de Copenhague, sería deseable el reequilibrio de los discursos y de las políticas en beneficio de los progresistas: ellos dicen sí al desarrollo para afrontar mejor los posibles riesgos. En esta escuela progresista, hay que distinguir a los negacionistas y a los escépticos. Los negacionistas niegan el calentamiento por completo o consideran que ya habrá tiempo de ocuparse de él cuando sea un hecho comprobado. El progresista escéptico -tendencia en la que me veo reflejado- es partidario de una vía intermedia y del principio de precaución. Por lo tanto, nos plantearemos que el dióxido de carbono, aunque no estemos seguros de ello, puede contribuir al calentamiento y que éste podría acarrear peligros nuevos que quizás no sepamos controlar (como por ejemplo las pandemias virales).

Por consiguiente, en nombre del progresismo, la diversificación de las fuentes de energía es en sí misma un procedimiento deseable: aportaría también una serie de ventajas estratégicas mediante la disminución de la dependencia de las fuentes inestables. Para impulsar esta diversificación de las fuentes de energía, existe un verdadero consenso entre los economistas a favor de un impuesto sobre el carbono, con la condición de que no sea elevado, de que sustituya al resto de impuestos sobre la producción y de que sea universal. El riesgo que conlleva este impuesto es que algunos gobiernos lo usen para prohibir las importaciones de los países que no lo apliquen. Por lo tanto, convendría definir el equilibrio justo entre el libre intercambio que beneficia a todo el mundo y la diversificación de las fuentes de energía que también beneficia a todo el mundo, si se cree en el calentamiento. Asimismo, convendría que las subvenciones absurdas a las manías ecológicas sin mucho futuro parecidas a unos molinos de viento, no impidieran la búsqueda de nuevas energías.

De acuerdo con estas bases plenamente objetivas, sería posible y deseable que se establecieran un diálogo en las naciones y entre ellas a fin de conseguir unas estrategias y unos acuerdos viables. Esto es menos llamativo que Salvar el Planeta, pero podría, al menos, mejorar la condición humana.

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