jueves, diciembre 31, 2009

De Hayek, otro de mis maestros

INTRODUCCIÓN A "LA FATAL ARROGANCIA"


El argumento fundamental de este libro es que nuestra civilización depende, tanto en sus orígenes como en su mantenimiento, de la existencia de lo que sólo con relativa precisión puede describirse como «un amplio orden de cooperación humana», más conocido por el poco afortunado término «capitalismo». Para captar adecuadamente el íntimo contenido del orden que caracteriza a la sociedad civilizada, conviene advertir que este orden, lejos de ser fruto de designio o intención, deriva de la incidencia de ciertos procesos de carácter espontáneo. Vivimos en una sociedad civilizada porque hemos llegado a asumir, de forma no deliberada, determinados hábitos heredados de carácter fundamentalmente moral, muchos de los cuales han resultado siempre poco gratos al ser humano -y sobre cuya validez e intrínseca eficacia nada sabía-o Su práctica, sin embargo, fue generalizándose a través de procesos evolutivos basados en la selección, y fue facilitando tanto el correspondiente aumento demográfico como un mayor bienestar material de aquellos grupos que antes se avinieron a aceptar ese tipo de comportamiento. La no deliberada, reluctante y hasta dolorosa sumisión del ser humano a tales normas facilitó a dichos entornos sociales la necesaria cohesión gracias a la cual accedieron sus miembros a un superior nivel de bienestar y conocimientos de diversa especie, lo que les permitió «multiplicarse, poblar y henchir la tierra» (Génesis, 1, 28). Quizá sea este proceso la faceta más ignorada de la evolución humana.
Los socialistas ven las cosas de distinta manera. No se trata tan sólo de que lleguen a conclusiones diferentes: perciben la realidad de manera distinta. Que los socialistas yerran en cuestiones de hecho tiene -como subrayaré más adelante- una importancia crucial para mi línea de razonamiento. Si su interpretación del orden social-así como de las alternativas que proponen- reflejaran verdaderamente la realidad, estaría plenamente dispuesto a aceptar que corresponde al ser humano la responsabilidad de garantizar una distribución de ingresos que de alguna manera se ajuste a determinados principios morales. Y estaría dispuesto a admitir igualmente que, a tal fin, se asignara a alguna autoridad central la responsabilidad de establecer el destino que deba darse a los distintos recursos, aun cuando ello implicara la supresión de la propiedad privada de los medios de producción. Si, por ejemplo, fuera cierto que la gestión centralizada de la economía es capaz de conseguir un producto global por lo menos similar al actual, se plantearían sin duda difíciles problemas de tipo moral en torno a cómo, en justicia, deberían asignarse los ingresos. La realidad, sin embargo, es totalmente distinta. Porque, con excepción del mecanismo a través del cual el mercado competitivo procede a distribuir los ingresos, no existe ningún método conocido que permita a los diferentes actores descubrir cómo pueden orientar mejor sus esfuerzos al objeto de obtener el mayor producto posible para la comunidad.
El núcleo principal de mi argumento consistirá, pues, en precisar que las diferencias existentes entre los partidarios del orden espontáneo de extenso ámbito, característico del mercado, y quienes propugnan la existencia de una autoridad centralizada que controle con el debido rigor el comportamiento de todos y se encargue de gestionar colectivamente la asignación de los recursos productivos radican en una falsa apreciación por parte de los segundos acerca de cómo la información requerida surge y es utilizada por la sociedad. Por tratarse de una cuestión de hecho, tales discrepancias deben dirimirse a través del estudio científico, que evidencia que la aceptación de las normas morales transmitidas por tradición -normas sobre las que el orden de mercado descansa y que en modo alguno coinciden con las supuestamente racionales recomendaciones que los socialistas suelen plantear- es los que nos permite generar y uti1izar un volumen de información y recursos mayor del que pudiera poner al a1cance de la comunidad una economía centralmente planificada. Los partidarios de esta ultima, sin embargo, siguen empecinados en sostener que todo lo hacen al amparo de las más estrictas exigencias de la «razón». Los objetivos y programas socialistas son, en definitiva, inviables, tanto en cuanto al logro de los objetivos propuestos como a la eficacia de su gestión. Y, a mayor abundamiento, el modelo carece hasta de la necesaria consistencia lógica.
Tal es la razón por la cual -contra lo que generalmente se afirma - estas diferencias no dependen sólo de la perspectiva que adopten los distintos intereses involucrados, ni pueden ser reducidas a meras diferencias de valoración. Porque el análisis de cómo fueron adoptadas determinadas normas de comportamiento y esquemas morales y de sus efectos sobre la evolución de nuestra civilización, es fundamentalmente una cuestión de hecho. Tal análisis, desarrollado a lo largo de los tres primeros capítulos integra la línea argumentativa fundamental de la presente obra. Las exigencias socialistas no son conclusiones morales que puedan derivarse de esas tradiciones que hicieron posible la aparición de la moderna sociedad civilizada. Se pretende mediante ellas más bien sustituir tales esquemas por otros diseñados a fuerza de raciocinios cuya aceptación se intenta asar en la satisfacción de algún primitivo instinto. Parten los socialistas de la idea de que, puesto que la humanidad ha sido capaz de establecer determinados esquemas de colaboración para coordinar los esfuerzos de todos, debe también ser capaz de diseñar otros todavía mejores, a la par que más gratificantes. Ahora bien, aunque debamos nuestra propia existencia a la presencia de esos conjuntos de normas de comportamiento que han evidenciado su mayor eficacia a lo largo del tiempo, la humanidad es incapaz de establecer otros sólo basados en que algunos de sus visibles e inmediatos efectos parezcan más gratificantes a nuestras instintivas predisposiciones. El debate entre el orden de mercado y el socialista es una cuestión que afecta, en definitiva, a la propia supervivencia de la especie humana. La asunción por la sociedad de las recomendaciones socialistas en materia ética implicaría la desaparición de gran parte de la población y la pauperización del resto.
Todo lo anterior contribuye a centrar la atención en un tema sobre el que desearía dejar inmediata y explícita constancia de mi opinión. Aunque critico la presunción de la razón por parte de los socialistas, en modo alguno quisiera que ello pudiera considerarse como rechazo por mi parte de la razón correctamente interpretada. Y con «correctamente interpretada» quiero decir que se recurra a ella teniendo clara conciencia de sus intrínsecas limitaciones; y que, aceptando las lógicas consecuencias, el actor se muestre en todo momento dispuesto a hacer frente a esa sorprendente realidad -constatada tanto en el campo de la economía como en el de la biología- consistente en que un orden no intencionado puede ser superior a cualquier otro que sea fruto de intencionada creación.
¿ Cómo podría quien escribe estas líneas rechazar el recurso a la razón, cuando se esfuerza por demostrar que el ideal socialista constituye un error tanto de tipo «fáctico como lógico»? Lejos de mi ánimo queda también la idea de que no sea posible, a través de la razón -aunque siempre cauta, humilde y parcialmente-, mejorar las costumbres heredadas, perfeccionando algunas de ellas y hasta eliminando otras. En este ensayo, sin embargo, al igual que en los que le precedieron, mi argumento se dirigirá fundamentalmente contra esa tradicional manera de interpretar la razón que constituye la base del modelo socialista, así como contra ese planteamiento ingenuo y acrítico en cuanto al contenido de la función racional que, en otras ocasiones, he denominado «racionalismo constructivista» (1973).
Lejos de mí, insisto, cualquier intento de negar la posibilidad de perfeccionar racionalmente nuestros esquemas morales o nuestras realidades institucionales. Entiendo, sin embargo, que no es posible reorganizar nuestro sistema moral en la dirección sugerida por lo que hoy se entiende por «justicia social», aunque sin duda resulte posible realizar algún esfuerzo reformista contrastando cada una de las partes del sistema con la coherencia interna del esquema global. En la medida en que tal moralidad pretenda dar solución a problemas que, en realidad, no está capacitada para resolver -por ejemplo, desempeñar en el ámbito colectivo funciones de organización y de búsqueda de información que, en razón de sus mismas normas, es incapaz de facilitar-, esa misma imposibilidad se convierte en contundente argumento contra el sistema moral en cuestión. Conviene abordar con el debido rigor estas cuestiones, ya que admitir que el debate gira sólo en torno a diferencias valorativas y no a la estricta apreciación de la realidad es lo que fundamentalmente ha impedido a los estudiosos del orden de mercado evidenciar con la necesaria claridad que e1 socialismo es incapaz de cumplir lo que promete.
Tampoco debe suponerse que el autor no coincida en algunos de los ideales ampliamente compartidos por los socialistas. Entiendo, sin embargo, que, según explicaré más tarde, el popular concepto de «justicia social» ni describe situaciones reales ni es coherente. Señalaré, por último, que tampoco soy de la opinión -cual pueden sugerir determinados defensores de la ética hedonista- de que resulta posible llegar a conclusiones morales sobre bases meramente utilitarias.
Mi exposición puede quizá arrancar de la afirmación de David Hume según la cual «las normas morales... no son conclusiones de nuestra .razón» (Tratado, 1739/1886:11, 235). Este concepto desempeñará, a lo largo la presente obra, un papel preponderante, puesto que enmarca debidamente el núcleo de la cuestión planteada, es decir cómo surgen nuestros esquemas morales, y qué implicaciones puede tener su proceso de formación sobre las instituciones políticas y económicas.
Nuestra afirmación de que la humanidad se ve en la ineludible necesidad de mantenerse fiel al sistema capitalista por su superior eficacia en el aprovechamiento del cúmulo de informaciones dispersas plantea el interrogante de cómo tan eficaz orden social llegó a materializarse, si tenemos en cuenta que son muchos los instintos primarios y las reacciones supuestamente racionales que incesantemente se rebelan contra las instituciones y la moralidad de las que el orden capitalista no puede prescindir.
La contestación a tal interrogante -que constituye la materia fundamental de los tres primeros capítulos de esta obra- enlaza con una antigua concepción, ampliamente extendida en el pensamiento económico, según la cual nuestros esquemas morales y nuestras instituciones sociales no son sólo consecuencia de determinadas decisiones intencionales, sino que surgen como parte de un proceso evolutivo inconsciente de autoorganización de una estructura o un modelo. La validez de esta afirmación se extiende no sólo al campo de la economía, sino a otras muchas áreas del conocimiento, en especial a la biología. Este enfoque constituye tan sólo el primero de un creciente conjunto de modelos teóricos tendentes a explicar la formación de ciertas estructuras complejas sobre la base de procesos que no pueden ser objeto de observación en lo que atañe a las particulares circunstancias y a sus específicas manifestaciones. Cuando comencé a ocuparme de estas cuestiones creí encontrarme prácticamente solo en el estudio del desarrollo evolutivo de tales complejos órdenes que se autosustentan. Desde entonces, sin embargo, investigadores dedicados al estudio de otros problemas semejantes -bajo diferentes apelativos, tales como los de autopoiesis, cibernética, homeostasis, órdenes espontáneos, autoorganización, sinergética, teoría de sistemas, etc.- han proliferado de tal manera que aquí sólo podemos aludir a un reducido número de ellos. La presente obra es, por lo tanto, simple tributaria de una corriente, cada vez más caudalosa, que acabará conduciéndonos, probablemente, al desarrollo de una ética de carácter similar y complementaria de lo que hoy es ya una evolucionada ciencia epistemológica basada en un tipo de evolución que, por cierto, nada tiene que ver con el neo-darwinismo.

Por las razones expuestas, esta obra aborda difíciles cuestiones de índole científica y filosófica, si bien su objetivo fundamental seguirá siendo demostrar que uno de los movimientos políticos que mayor incidencia han tenido en el acontecer moderno, es decir el socialismo, se basa en premisas cuya falsedad puede demostrarse y que, pese a haberse inspirado en las mejores intenciones y haber tenido por mentores tal vez a lo más selecto de la sociedad, no deja de constituir una grave amenaza para el nivel de vida y la existencia misma de una gran parte de la población actual. Tal es el sentido de los capítulos cuarto al sexto, en los que examino y refuto la visión socialista de la evolución y mantenimiento de nuestra civilización expuesta en los tres primeros capítulos de esta obra. En el séptimo me ocupo de la degradación de que ha sido objeto el lenguaje por parte del socialismo, al tiempo que pondero la importancia que para el observador tiene no dejarse confundir por el erróneo empleo de los vocablos hasta el extremo de quedar preso de los citados planteamientos. En el capítulo octavo salgo al paso de la posible objeción, por parte de los socialistas o críticos de otra especie, en el sentido de que la amenaza de la superpoblación echa por tierra todos mis argumentos. Finalmente, en el noveno ofrezco algunas reflexiones sobre la influencia que puede haber ejercido la religión en la evolución de nuestros esquemas morales.
Dado el papel preponderante que en esta obra tiene la teoría de la evolución, considero necesario recordar al lector que uno de los acontecimientos más importantes que han tenido lugar durante los últimos tiempos ha sido la aparición de una epistemología evolucionista (Campbell, 1977, 1987; Radnitzky y Bartley, 19 7), una teoría del conocimiento que interpreta la razón y sus manifestaciones como fruto de un proceso evolutivo. Interpretación que, además de haber dado lugar al alumbramiento de una más adecuada visión de la verdadera génesis y función de la razón (Popper, 1934/1959), ha facilitado un enfoque más correcto de un amplio conjunto de órdenes de carácter espontáneo y complejo (Hayek, 1964, 1973, 1976, 1979). En diversos pasajes de esta obra hago referencia a los numerosos problemas relacionados con este nuevo planteamiento, indebidamente desatendido hasta ahora pese a su indudable trascendencia.
En mi opinión, no necesitamos sólo esa nueva epistemología evolucioncita, sino también una justificación -igualmente evolucionista- de los esquemas morales generacionalmente recibidos de índole muy diferente de las hasta ahora propuestas. Claro está que fue en el estudio de los tradicionales esquemas de cooperación social -y aun antes en los relativos al lenguaje, el derecho, el mercado y el dinero- donde primero aparecieron semejantes planteamientos. La ética es la última fortaleza en la que el orgullo humano deberá avenirse a admitir la humildad de sus orígenes. Está en fase de formulación en nuestros días esta teoría evolutiva de nuestros esquemas morales. Sus principales conclusiones apuntan a que estos esquemas no derivan simplemente de nuestros instintos, ni tampoco del ejercicio de la razón; tienen más bien un origen diferente que debe situarse «entre el instinto y la razón», circunstancia que destaca el título del primer capítulo de esta obra. Nos hallamos ante un fenómeno de excepcional importancia que ha permitido a la humanidad hacer frente a situaciones cuya solución excedía enormemente el alcance del mero ejercicio de la razón. Nuestros esquemas morales, al igual que muchos otros aspectos de nuestra cultura, surgieron al compás de la razón, no como productos de esta última. y por paradójico que a algunos les parezca, estas tradiciones morales superan ampliamente los límites de lo que nuestra capacidad racional hubiera podido alcanzar.

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