Israel no es el problema, somos nosotros
Por José María Aznar
Diario de América
En un mundo ideal, el asalto de los comandos israelíes al Marvi Marmara no se hubiera saldado con nueve muertos y una veintena de heridos. En un mundo ideal, los soldados podrían haber sido recibidos pacíficamente; en un mundo ideal ningún estado, hasta ahora aliado de Israel como Turquía, hubiera patrocinado y orquestado una flotilla cuyo único propósito era crear una situación imposible para Israel: renegar de su política de seguridad y el bloqueo o exponerse a las iras del mundo entero.
En un mundo ideal las acciones militares se conducirían si errores y sin dramáticas consecuencias. Pero como bien sabemos, no vivimos en un mundo ideal, sino en el real. El mundo donde nuestros propios soldados cometen errores en Afganistán, el mundo donde el mismísimo presidente americano, premio Nobel de la paz, tiene que asumir la terrible decisión de acabar con la vida de civiles, algunos niños, si con ello libra al mundo del número tres de Al Qaeda.
La decisión israelí de detener la flotilla turca antes de que llegara a Gaza era tan esperable como la virulenta reacción internacional contra Israel por lo que hizo. Pero nos equivocaríamos y mucho si creyéramos de verdad que el problema es Israel. El problema, en realidad, somos nosotros.
Denunciamos una supuesta “siege mentality” y nos negamos a reconocer que lo que ha vivido el estado israelí en sus 62 años de existencia ha sido una “siege reality”; denunciamos la firmeza o la dureza de las acciones israelíes, pero nos negamos a tener presente que Hizbolá no sólo sigue rearmándose de manera acelerada a pesar de la presencia de tropas de la ONU en el Sur del Líbano, sino que sus líderes continúan con sus proclamas a favor de la destrucción del estado judío o que Hamas, en el sur, no reniega de su objetivo de acabar con la existencia de Israel; nos rasgamos las vestiduras por el supuesto asedio israelí sobre el pueblo palestino, acusando a Israel de haberse convertido en un nuevo sistema de apartheid, olvidándonos de que en el parlamento israelí los partidos árabes tienen representación, al igual que en otras instituciones del Estado; hablamos de ocupación tanto si los israelíes están en Gaza como si no lo están. Y hay que recordar que abandonaron voluntariamente La Franja en 2005; maldecimos el muro que parcialmente separa suelo de Cisjordania de Israel, pero no queremos reconocer que ese muro ha permitido que los israelíes puedan salir a cenar pizza, ir al cine o las discotecas, o enviar a sus hijos al colegio en autobús, sin temer constantemente la inmolación de un terrorista suicida.
En los años 50 y 60 la izquierda europea andaba encandilada con Israel, en donde veían la realización práctica de un socialismo de rostro humano, pero desde que Israel recurrió a las armas para defenderse de sus vecinos, esa izquierda que era y sigue siendo profundamente pacifista, renegó de Israel y pasó a condenarlo por hacer lo que cualquier nación en guerra y atacada haría: defenderse por todos sus medios.
La generación del 68, culturalmente dominante todavía en Europa, se construyó y perduró sobre la negación de nuestra identidad occidental, atlántica y liberal-conservadora. América, la OTAN, los servicios secretos, la policía, la educación tradicional, la religión, el individuo, todo pasó a ser repudiado de tal forma que nuestra cultura, nuestros valores, nuestra civilización se puso en entredicho para pasar a abrazar todo lo que podía negarla. Negarnos.
No hemos avanzado mucho, desgraciadamente. El gran valedor de la Alianza de Civilizaciones, la Turquía de Erdogan, acaba de quitarse el velo, rechazando su componente más occidental y aliándose con el islamismo radical, de Hamas a el Teherán de los ayatolas. Es un paso atrevido porque no puede pasar sin consecuencias. Si alguien quedaba partidario de la adhesión turca a la UE, debería pensárselo ya dos veces. Es más, todos debiéramos pensarnos dos veces si ese comportamiento es el lógico y aceptable para un país formalmente aliado en el seno de la OTAN. Por menos se puso en cuarenta a Portugal tras la revolución de los claveles.
El ejército israelí cometió un grave error imaginando que sus soldados serían recibidos pacíficamente y, por tanto, no tomando las medidas apropiadas para evitar unas muertes que nunca debieran haberse producido. Es de imaginar que sus mandos sabrán extraer las lecciones y consecuencias apropiadas de cara al futuro. Pero el gobierno israelí hizo lo correcto: impedir que los barcos llegaran a Gaza.
Vivimos en un mundo donde la distinción tradicional entre militares regulares y civiles ha dejado de existir, a pesar de que las convenciones internacionales sigan creyendo que dicha distinción es relevante. No lo fue en los Balcanes, no lo ha sido en Irak y no lo es en Afganistán, donde los talibán no visten uniformes ni insignias distintivas y donde las emboscadas, el engaño y la ocultación entre inocentes están a la orden del día. Nuestras tropas si se distinguen, pero los civiles ya no son siempre inocentes.
El objetivo de la flotilla no era la entrega de la mercancía que portaba, sino el enfrentamiento con Israel, porque lo que buscaba es lo que ha conseguido: la condena de Israel. Ero esa condena no sólo es moralmente injusta, porque le niega a Israel la capacidad de actuar como cualquier otra nación, sino que es estratégicamente equivocada. Lo que hay entre nosotros y el islamismo radical es pura y llanamente Israel. Constreñir su libertad es otorgarle una victoria a sus enemigos que, al final, son también nuestros enemigos. Que sea Irán quien anuncie su apoyo a una nueva flotilla nos debería obligar a una seria reflexión. Israel no es el problema, el problema es no reconocer a los verdaderos enemigos de la libertad y la prosperidad, a los enemigos de Occidente.
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