miércoles, junio 30, 2010

El caso Shalit

BERNARD-HENRI LÉVY 27/06/2010

Por qué tanta emoción en torno al soldado Shalit? ¿Acaso no es normal que las guerras produzcan prisioneros? ¿Acaso este joven cabo tanquista, secuestrado en junio de 2006, no es un prisionero más? Pues no, justamente. Porque, para empezar, hay convenciones internacionales que regulan el estatus de los prisioneros de guerra, y el solo hecho de que este esté incomunicado desde hace cuatro años, el hecho de que la Cruz Roja, que visita regularmente a los palestinos en las prisiones israelíes, nunca haya tenido acceso a él, es una violación flagrante del derecho de guerra. Pero, sobre todo, no hay que dejar de repetir que Shalit no fue capturado en el curso de una batalla, sino en el de una incursión llevada a cabo en Israel y mientras Israel, que ya había evacuado Gaza, estaba en paz con su vecino. En otros términos: decir "prisionero de guerra" implica suponer que el hecho de que Israel ocupe un territorio o ponga fin a esa ocupación no modifica en absoluto el odio que muchos creen deber profesarle; es aceptar la idea de que Israel está en guerra incluso cuando está en paz, o de que hay que hacerle la guerra a Israel porque Israel es Israel. Y si no se acepta tal cosa, si se rechaza esta lógica, que es la de Hamás, y si las palabras aún tienen sentido, es una lógica de guerra total, hay que comenzar por cambiar completamente de retórica y de léxico. Shalit no es un prisionero de guerra, sino un rehén. Su situación es comparable a la de alguien a quien han secuestrado por un rescate, y no a la de un prisionero palestino. Y, por tanto, hay que defenderlo como se defiende a los rehenes de las FARC, de los libios o de los iraníes; hay que defenderlo con la misma energía que a Clotilde Reiss o a Ingrid Betancourt, pongamos por caso.

Shalit no fue capturado en el curso de una batalla, sino durante una incursión en Israel en periodo de paz

El joven soldado es un rehén. Y hay que defenderlo como se defiende a los rehenes de las FARC

Rehén o prisionero, poco importa: ¿por qué tanto barullo por un solo hombre? ¿Por qué esta focalización sobre un individuo "sin importancia colectiva", un hombre "hecho de todos los hombres y que vale tanto como cualquiera, lo mismo que cualquiera vale tanto como él"? Pues porque Shalit no es precisamente cualquiera, y porque le está sucediendo lo que les sucede, a veces, en los campos de alta tensión de la historia universal, a ciertos individuos a los que nada predisponía para ello y que, de pronto, se convierten en receptores de esa tensión, en dianas del rayo que brota de ella, en puntos de encuentro de las fuerzas que, en una situación determinada, convergen y se oponen. Los disidentes de la era comunista estaban en el mismo caso. O los perseguidos chinos y birmanos de hoy. O, ayer apenas, aquella humilde figura bosnia a la que una acumulación de adversidades sin igual elevó por encima de sí misma para convertirla en una especie de elegido a contracorriente. Lo mismo ocurre con Gilad Shalit. Lo mismo ocurre con ese hombre con cara de niño que encarna, muy a su pesar, la violencia sin fin de Hamás; el irraciocinio exterminador de quienes lo apoyan; el cinismo de esos activistas "humanitarios" que, como la flotilla de Free Gaza, se han negado a llevarle una carta de su familia. ¿Y qué decir de ese doble rasero que hace que no goce del mismo capital de simpatía que, precisamente, Ingrid Betancourt? ¿Un franco-israelí vale menos que una franco-colombiana? ¿El factor Israel basta para degradarlo? ¿Cómo se explica, para ser exactos, que su retrato no se haya exhibido junto al de la heroica colombiana en la fachada del Ayuntamiento de París? ¿Y cómo explicar que su fotografía, finalmente, expuesta en un parque del distrito XII, sea sistemática e impunemente objeto de actos vandálicos? Shalit, el símbolo. Shalit, como un espejo.

Una última cuestión: la del precio que los israelíes parecen dispuestos a pagar por la liberación de su cautivo. Y su corolario: los centenares -hay quien habla de un millar- de asesinos potenciales que se verían liberados así. El problema no es nuevo. Ya en 1982, Israel liberó a 4.700 combatientes retenidos en el campo Ansar a cambio de ocho de sus soldados. En 1985 excarceló a 1.150 (entre ellos, al futuro fundador de Hamás, Ahmed Yassine) a cambio de tres de los suyos. Por no hablar de los cuerpos, solo los cuerpos, de Eldad Regev y Ehoud Goldwasser, muertos a comienzos de la última guerra del Líbano e intercambiados, en 2008, por varios líderes de Hezbolá, algunos de ellos con largas condenas a cuestas. La idea, la doble idea, es simple y honra a Israel. Contra la crueldad, primero, de las famosas razones de Estado, contra la mecánica de los monstruos fríos y su terrible pereza, y en las antípodas de esas intransigencias glaciales de las que el escritor italiano Leonardo Sciascia no dudó en afirmar -poco después del secuestro de Aldo Moro por las Brigadas Rojas y del abandono en que lo dejaron sus "amigos"- que son otro rostro del terrorismo, este imperativo categórico, inapelable: entre el individuo y el Estado, siempre hay que escoger al individuo; entre el sufrimiento de uno solo y las conmociones del Gran Uno, siempre hay que primar al uno solo. Tal vez un hombre no valga nada, pero nada -y menos el orgullo matasiete y tartarinesco del colectivo- vale el sacrificio de un hombre... Y, además, contra un seudo "sentido trágico" que sirve de coartada a tantas vilezas, contra esos dialécticos de salón que debaten hasta el infinito los posibles efectos perversos que podría provocar, en un futuro más o menos lejano, y frente a una situación de la que lo ignoramos todo, tal o cual gesto (el salvamento, en este caso, de un Daniel Pearl en potencia), este principio de incertidumbre que está en la base de la sabiduría judía y que resume admirablemente el Eclesiastés (III, 23): "Atente a lo que está a tu alcance y no te inquietes por lo que no puedes conocer" -en tu ignorancia del reino de los fines y de sus asechanzas, empieza por salvar al soldado Shalit.

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