Por Antonio Muñoz Molina
Cuando yo llegué a estudiar a Madrid, en el enero sombrío de 1974, Engels, Lenin y Mao Zedong ocupaban los escaparates de todas las librerías. Franco estaba vivo y decrépito con algunas penas de muerte todavía por firmar, y a los sindicalistas y a los estudiantes rebeldes la Brigada Político-Social les hacían orinar sangre en las comisarías, pero el panorama editorial, por esas singularidades de una época que sólo quedan en el recuerdo de quienes las han vivido, estaba dominado por un aluvión de libros revolucionarios, con los retratos barbudos de Marx y Engels en las portadas, con obreros soviéticos y guardias rojos chinos, con el rictus asiático de la cara de Lenin y la carota pepona de Mao que parecía el más cool de todos, igual que lo más moderno parecía ser apuntarse a algún partido comunista prochino. El Partido Comunista de toda la vida, el Partido, sin necesidad de añadiduras, ya tenía algo de anticuado para las antenas sutiles del esnobismo universitario. Mao Tse Tung, como decíamos entonces, era tan moderno que un libro suyo titulado Cuatro tesis filosóficas lo publicó en español el que ya entonces era el más moderno de los editores, Jorge Herralde, que se las arregló para hacer con él su acumulación primitiva de capital, por decirlo con el lenguaje de la época. Nosotros teníamos un dictador de mano temblona y vocecilla aflautada que rezaba el rosario todas las tardes junto a su señora en una mesa camilla del palacio del Pardo. Mucho más admirable nos parecía a muchos jóvenes antifranquistas el distinguido Mao, que vivía en la Ciudad Prohibida de Pekín –otro nombre de época– y escribía tratados filosóficos y breves poemas de exotismo entre oriental y revolucionario, y era autor además de aquel pequeño Libro rojo de máximas antiimperialistas que algunos llevaban como un breviario en los bolsillos de las trencas sacándolo a veces con reverencia para recitar una muestra destilada de sabiduría: los imperialistas son tigres de papel.
Nos hacíamos clientes precoces de Anagrama comprando las Cuatro tesis filosóficas, pero en cuanto empezábamos a leerlo se nos ponía una nube en el cerebro, como con tantas lecturas obligatorias de entonces. ¿Quién tenía la constancia necesaria para abrirse paso en las espesuras de filosofismo germánico del Anti-Dühring, de Engels, o de aquel tomazo de grosor y título pavorosos, Materialismo y empiriocriticismo, de V. I. Lenin? ¿Y, ya puestos, qué significaba esa palabra, empiriocriticismo, que yo no he vuelto a ver escrita desde entonces?
Unos meses después una bandera roja ondeó sobre los tejados de Madrid por primera vez desde 1939. La España de Franco había reconocido a la República Popular China, y la primera embajada se había instalado en unos salones muy burgueses del hotel Palace, que un amigo mío maoísta me llevó a visitar una tarde de mayo. Unos diplomáticos chinos en mangas de camisa nos recibieron con copiosas inclinaciones y nos llenaron las manos de folletos en español, consagrados a celebrar la Revolución Cultural y a denostar agotadoramente a los socialimperialistas y socialfascistas soviéticos. Si al salir del Palace la policía nos hubiera registrado habrían podido llevarnos detenidos por posesión de propaganda subversiva: hoces y martillos, estrellas rojas, jóvenes guardias rojos con sus uniformes verdes, sus bayonetas caladas y sus espléndidas sonrisas, masas aclamando al presidente Mao, millares de cabezas gritando al unísono y de manos agitando el pequeño Libro rojo. En su fervor proselitista, y viéndome flaquear en mi propensión comodona al revisionismo, mi amigo me prestó un libro que según él tenía el mérito de la objetividad, al haber sido escrito por un periodista burgués. Se trataba, no se me olvida, de China, una revolución en pie, publicado por Destino y escrito por Baltasar Porcel, que manifestaba por Mao una devoción como la que tuvo años más tarde por otro Gran Timonel catalán de proporciones más modestas. Porcel había viajado extensamente por China en aquellos años de la Revolución Cultural con la misma fascinación, y aproximadamente con la misma perspicacia, con que viajaban Bernard Shaw y H. G. Wells por la Ucrania de las grandes hambres y mortandades campesinas de los primeros años treinta. China era un paraíso inmenso de austeridad y justicia. Mao era un líder ilustrado y benévolo que distraía el poco tiempo que le dejaba el gobierno componiendo poemas caligráficos.
Mientras lo más pijo [ finoli, lo más de onda] del mundo universitario de Occidente se afiliaba a la moda prochina, en el mundo real millones de vidas eran arruinadas, se demolían tesoros del pasado y se quemaban bibliotecas, se escarnecía y se torturaba y se asesinaba a quienes no eran del agrado de los guardias rojos, todo ello en virtud de un mandamiento nihilista del viejo dictador, al que habían enloquecido demasiados años de poder absoluto hasta un extremo que poco a poco se ha ido filtrando a los relatos de los historiadores. Mao era uno de esos viejos terribles que alientan un fanatismo de destrucción que para ellos es una revancha contra su mortalidad. Si ellos van a acabarse es inaceptable que el mundo no se hunda con ellos: lanzan a la barbarie y a la muerte a sus seguidores más jóvenes para vengarse de su juventud intoxicándola de sacrificio. Para justificar la abolición de los rastros del pasado alegaba poéticamente que una hoja recién impresa de papel en blanco no tiene imperfecciones y por eso las más hermosas palabras pueden escribirse sobre ella. Por las noches le llevaban a la cama a mujeres cada vez más jóvenes para las que era un honor recibir de él una enfermedad venérea. Sus asistentes anotaban con reverencia en los registros de palacio sus horas diarias de sueño y la frecuencia y calidad de sus movimientos de vientre. Larga vida al presidente Mao.
El Archivo Municipal de Beijing, cuenta The New York Times, acaba de hacer públicos 16 volúmenes de documentos sobre los años de la Revolución Cultural, y aunque están muy censurados dan una idea de lo que sucedía en China al mismo tiempo que nosotros fantaseábamos sobre aquel presunto paraíso terrenal. A los niños los adiestraban para denunciar a los padres como contrarrevolucionarios. El “pensamiento de Mao” era la guía infalible para resolverlo todo, “la delincuencia juvenil, los atascos de tráfico, la química en la agricultura, la venta ilegal de pichones”. En una clase de matemáticas los estudiantes tenían que cantar dos canciones revolucionarias y estudiar y discutir al menos seis citas de Mao antes de pasar a los números. Comités especiales se creaban a fin de garantizar cada año la producción de las 13 mil toneladas de plástico necesarias para las tapas de todos los millones de ejemplares del Libro rojo que se publicaban. En una reunión del Partido se fuerza a un militante a hacer autocrítica por haber manifestado inclinaciones pequeñoburguesas al cuidar en una pecera una docena de peces de colores. El camarada criticado actúa en consecuencia y entierra vivos a sus doce peces. A un maestro de origen burgués, para reeducarlo, sus alumnos lo fuerzan a ponerse a cuatro patas y arrancar las malas hierbas de un campo de cultivo. Y nosotros, mientras tanto, en Europa, leyendo con beata reverencia las máximas del presidente Mao.
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