jueves, enero 28, 2010

La maravillosa pluma de mi Madrina, Pilar Rahola

Iom Ha Shoá

Por Pilar Rahola

La Vanguardia, Barcelona

Quizás la vida es como Benigni la imaginó, bella incluso en el horror. Quizás ese niño pequeño, arrancado de su pueblecito de Hungría, o de su barrio en alguna ciudad polaca, o de la calle alemana donde su familia había vivido durante generaciones, quizás encontró algo de belleza en la ternura que la madre lo abrazaba, en el tren que lo trasladaba, como ganado, a la muerte. Quizás ese hombre que conocí en São Paulo, y que fue obligado a tocar el violín mientras mataban a toda su familia, primero los padres, después los hermanos pequeños, los abuelos, quizás aún conserva, en algún rincón de la memoria, la belleza de la música. Quizás.

Quizás hubo algún instante de belleza en los catres infrahumanos donde se amontonaban espectros vivos que un día habían sido personas, con sus vidas, sus emociones, sus recuerdos. En Auschwitz alguien había escrito, en la pared, una pequeña poesía. Me dijeron que hablaba del amor. Y puede que hubiera algo de belleza en algún momento del corto recorrido, desnudos, hasta la cámara de gas, quizás un recuerdo bonito, el día de la boda, cuando nació el primer hijo, la bar mitzva del mayor, un recuerdo fugaz antes de ahogar el último suspiro.

Quizás, en el agujero más negro de la maldad organizada, planificada, con millones de personas convirtiéndose en humo, zas, en pocos minutos, sus vidas, sus historias de generaciones, sus conocimientos, sus anhelos, sus rezos, zas, todo humo y…, a pesar de ello, quizás hubo algún momento de belleza.

Entre la vida y el humo, puede que Dios tuviera una palabra, y fuera poesía.

Quizás ese médico que salvaba vidas y ahora veía la muerte industrial ante sus ojos, antes de encontrarse con ella, quizás, a pesar de todo, aún creía en la vida. Quizás la belleza estuvo en un momento de piedad, una mirada del guardián, un segundo de humanidad, fugaz, pero real. Y hubo belleza, mucha, en aquel hombre que se negó a comer porque se veía cerca de la muerte y quería que otros vivieran con su mendrugo. En su pueblo de Grecia había sido panadero. Y a pesar de tantos pesares, ¡qué belleza en las fotos del Museu del Holocausto de Washington, centenares de fotos de vida, bodas, fiestas, caras alegres, esbozos de vida que fueron y ya no son, recuperados del naufragio. Aunque están colgadas en unas paredes que tienen forma de chimenea…

Y sí, había mucha belleza en aquella abuela que conocí en Cali y que, nada más llegar a Colombia, se había negado a hablar su idioma, el polaco, y nunca había querido recordar el horror. Pero recuperó el idioma cuando explicó la Shoá, décadas después, a sus nietos. Y la belleza de la velita solitaria que, en el Memorial del Niño de Jerusalén, recuerda el millón de niños que murieron en los campos de exterminio.

Sí. Hay belleza en la muerte. Solo porque los que quedaron vivos retornan, del humo, a los muertos.

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