miércoles, enero 13, 2010

Desde el Paraná de las Palmas

Estoy pasando unas breves vacaciones en unas cabañas en el Paraná de las Palmas. Gracias a una pequeña netbook puedo mandar este post y leer los comentarios recibidos , los emails,etc. Pequeñas maravillas de la vida cotidiana.
El Paraná es hermoso y merece la pena el viaje.
Hace unos años escribi un cuento que se refería al Paraná. Hoy lo publico: estoy observando en este momento el atardecer en el Paraná de las Palmas.



Atardecer en el Paraná de las Palmas

No sé si ustedes lo recordarán, pero yo se lo puedo asegurar: no había en el mundo un frío como el del río Tigre de madrugada. Un frío húmedo que subía con la neblina desde las aguas oscuras, llenando el aire con olor rancio de aceites y maderos viejos.

En aquella época, había que estar algo tocado para tomar el tren en Retiro, a las cinco de la mañana y llegar a la sede del club a las seis y pico. Ahí estaban los otros, los más tempraneros, cargando al recién llegado. Pero frío, humedad, mosquitos en pleno invierno, cargadas fuertes, todo, todo se justificaba: uno era del equipo de remeros de alta competición del club. En mi caso, del Club Hacoaj. Y había que entrenar temprano.

Yo había empezado, como todos, con los botes de paseo, comunes, y las canoas. Emprendíamos largas excursiones, Reconquista arriba: zona pelada, hundida casi, galpones, viejas fábricas, miseria. Nos solían tirar piedras las barritas de chicos de las orillas. Escapábamos a todo remo mientras la guerra de malas palabras reemplazaba la de cascotes, por suerte. También nos metíamos por la bifurcación del Reconquista, rumbo al Luján, por el estrecho hilito de agua que culminaba a la vista del viejo Tigre Hotel. Pocas veces nos aventurábamos a cruzar el Luján, pero cuando lo hacíamos, llegábamos a un mundo mágico: selva, ríos, silencio.

Después, alguien me propuso probar suerte y entrar en el equipo de remeros. Me aceptaron. Recuerdo la manteada inicial, los ritos para iniciados, la obsesiva manera de mirar al cielo, el día anterior de un entrenamiento, buscando signos de tormenta. Y no pensar en otra cosa que en el remo, en las bateas que nos esperaban, sutiles, como lanzas maravillosas que apenas acariciaban el agua. Remar en esos botes era algo parecido a la gloria.

El régimen de entrenamiento era duro. Demasiado. Pero uno, así, se sentía como parte de un comando de elite, un núcleo de vanguardia, un grupo de elegidos.

Duré poco ahí. Me avergüenza contarlo. Pero pasaron casi treinta y cinco años y lo bueno del tiempo es que las viejas cosas se colorean, se suavizan, se recrean.

Yo tenía un amigo, rico él, y con los años, relativamente famoso. El pobre hombre —su papá, en realidad— tenía una lancha motor fueraborda (un Mercury 90Hp, creo), de esas que veía pasar orgullosas y sin mirarme cuando andábamos por el Luján. Siempre las había odiado. Además, Danny, mi amigo —su papá en realidad— tenía un crucero, pequeño, pero dotado para llegar hasta Punta de Este.

Un día de diciembre, me invitó a pasear en lancha. Todavía lo recuerdo con todo detalle. Guardería. Río Reconquista, la lancha andando apenas, lenta, para no hacer olas. Y de pronto, se abre el horizonte al llegar al Luján y como un sueño o una pesadilla, rugió el motor, la proa se alzó y esa cosa se puso a navegar como un avión. Nunca supe si las lágrimas que me salieron fueron una respuesta al viento pegándome en la cara, o la emoción de vivir por primera vez el vértigo sobre el río.

Fuimos al San Antonio, vimos cerca la inmensa salida al Río de La Plata, recorrimos todo el delta, en pocos minutos, hasta que al fin llegamos al Paraná de la Palmas.

Atardecía. Miré esa nervadura del país, el Paraná, trayendo las aguas remotas del Brasil y el Paraguay, de las Misiones, a esa hora de calma, con el cielo y el agua compitiendo para atraer la mirada... con el corazón latiendo fuerte, y con la sospecha de que el mundo comenzaba ahí mismo, en el ancho río.

Nunca me repuse. Hasta ese día yo era un miembro de la elite de remeros, orgulloso de mi Club, listo para competir. Pero la experiencia fue letal para ese destino. A partir de ese momento supe que no podría volver al remo, que mi alma y mi cuerpo me pedían velocidad para poder devorar el Delta en una sola tarde. Una lancha, una hermosa, rápida y orgullosa lancha para mi sueño.

Pasaron sólo treinta y cinco años.

Mi amigo dejó de serlo. Lo tentó la política. No sé si aún se acuerda del Delta. Por la dureza de su expresión —lo veo a veces en fotos del diario, o en algún programa político de la tele— creo que nunca volvió a mirar un atardecer en el Paraná de las Palmas. Consumió sus años en empresas, acciones, bancos, puestos políticos, embajadas. No volvió, estoy seguro, a bañarse desnudo en el San Antonio, alguna tarde de diciembre.

Yo, por mi parte, jamás pude retomar el río. Me absorbieron los estudios, luego el trabajo, la carrera, y la realidad del país. Mi sueño de lancha propia se postergó año por año. Me fui olvidando. Me até a la tierra firme.

Yo tampoco volví a mirar un atardecer en el Paraná de las Palmas.

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