sábado, noviembre 08, 2008

Una lección magistral de Ortega y Gasset

Lección II

LA ESTRUCTURA DE LA VIDA, SUBSTANCIA DE LA HISTORIA

En la lección anterior insinuaba yo que toda ciencia de realidad, sea ésta corporal o espiritual, tiene que ser una construcción y no un mero espejo de los hechos. Porque la física en tiempo de Galileo se resolvió a ser esto, quedó constituida como ciencia ejemplar y norma de conocimiento durante toda la Edad Moderna.
La historia tiene que adoptar pareja decisión y disponerse a construir. Bien entendido que esta paridad entre la física tal cual es y una historia tal y como debe ser, se reduce, por lo pronto, a este punto: la constructividad. Los demás caracteres de la física no tienen para qué ser deseados para la historia. Por ejemplo, la exactitud. La exactitud de la física, se entiende, la exactitud de aproximación que le es propia, no procede de su método constructivo como tal, sino que le viene impuesta por su objeto, la magnitud. Lo exacto no es, pues, tanto el pensar físico como su objeto -el fenómeno físico. Es, pues, un quid pro quo extenderse con elegiacas lamentaciones sobre la incapacidad de exactitud que aquejará siempre a la historia. Lo lamentable sería más bien lo contrario. Si la historia, que es la ciencia de las vidas humanas, fuese o pudiese ser exacta, significaría que los hombres eran pedernales, piedras, cuerpos fisico-químicos y nada más. Pero entonces no habría ni historia ni física, porque las piedras, más afortunadas si se quiere que los hombres, no necesitan hacer ciencia para ser ellas lo que son, esto es, piedras. En cambio, el hombre es una entidad extrañísima que para ser lo que es necesita antes averiguarlo, necesita, quiera o no, preguntarse lo que son las cosas en su derredor y lo que es él en medio de las cosas. Porque esto es lo que verdaderamente diferencia al hombre de la piedra: no que el hombre tenga entendimiento y la piedra carezca de él. Podemos imaginar una piedra muy inteligente, pero como el ser piedra le es dado ya hecho de una vez para siempre y no tiene que decidirlo ella, no necesita para ser piedra plantearse en cada momento el problema de sí misma, preguntándose: ¿qué tengo yo que hacer ahora, o, lo que es igual, qué tengo yo que ser? Suelta en el aire, sin que necesite preguntarse nada y, por tanto, sin que necesite ejercitar su entendimiento, la piedra que imaginamos caerá hacia el centro de la tierra. Su inteligencia, pues, aunque exista, no forma parte de su ser, no interviene en él, sino que sería un aditamento extrínseco y superfluo.

Lo esencial del hombre es, en cambio, no tener más remedio que esforzarse en conocer, en hacer ciencia, mejor o peor, en resolver el problema de su propio ser y para ello el problema de lo que son las cosas entre las cuales inexorablemente tiene que ser. Esto: que necesita saber, que necesita -quiera o no- afanarse con sus medios intelectuales, es lo que constituye indubitablemente la condición humana. En cambio, definir al hombre diciendo que es un animal inteligente, racional, un animal que sabe, homo sapiens, es sobremanera expuesto, porque, a poco rigor que usemos al emplear estas palabras, si nos preguntamos: ¿es el hombre, aun el genio mayor que haya existido, de verdad y en toda la exigida plenitud del vocablo, inteligente? ¿De verdad entiende con plenitud de entendimiento, de verdad sabe algo con inconmovible e integral saber? , pronto advertimos que es cosa sobremanera dudosa y problemática. En cambio, repito, es incuestionable que necesita saber.
No se puede definir al hombre por las dotes o medios con que cuenta, ya que no está dicho que esas dotes, esos medios logren lo que sus nombres pretenden, por tanto, que sean adecuados a la pavorosa faena en que, quiera o no, está. Dicho en otra forma: el hombre no se ocupa en conocer, en saber, simplemente porque tenga dotes cognoscitivas, inteligencia, etc. -sino al revés, porque no tiene más remedio que intentar conocer, saber, moviliza todos los medios de que dispone, aunque éstos sirven muy malamente para aquel menester. Si la inteligencia del hombre fuese de verdad lo que la palabra indica -capacidad de entender-, el hombre habría inmediatamente entendido todo y estaría sin ningún problema, sin faena penosa por delante. No está, pues, dicho que la inteligencia del hombre sea, en efecto, inteligencia; en cambio, la faena en que el hombre anda irremediablemente metido, ¡eso sí que es indubitable -y, por tanto, eso sí que lo define!
Esa faena -según dijimos- se llama «vivir» y el vivir consiste en que el hombre está siempre en una circunstancia, que se encuentra de pronto y sin saber cómo sumergido, proyectado en un orbe o contorno incanjeable, en éste de ahora.
Para sostenerse en esa circunstancia tiene que hacer siempre algo -pero este quehacer no le es impuesto por la circunstancia, como al gramófono le es impuesto el repertorio de sus discos o al astro la línea de su órbita.
El hombre, cada hombre tiene que decidir en cada instante lo que va a hacer, lo que va a ser en el siguiente. Esta decisión es intransferible: nadie puede sustituirme en la faena de decidirme, de decidir mi vida. Cuando me pongo en manos de otro, soy yo quien ha decidido y sigue decidiendo que él me dirija: no transfiero, pues, la decisión, sino tan sólo su mecanismo. En vez de obtener la norma de conducta del mecanismo que es mi inteligencia, me aprovecho del mecanismo de la inteligencia de otro.
Si al salir de aquí toman ustedes una dirección y no otra es porque creen que deben ir a determinado lugar en esa hora, y esto a su vez -que deben estar a esa hora en tal lugar -lo han decidido por otra razón de futuro, y así sucesivamente. El hombre no puede dar un solo paso sin anticipar, con más o menos claridad, todo su porvenir, lo que va a ser; se entiende, lo que ha decidido ser en toda su vida. Pero esto significa que el hombre, obligado a hacer siempre algo en la circunstancia, para decidir lo que va a hacer, no tiene más remedio que plantearse el problema de su propio ser individual. No hace falta gran perspicacia para advertir cuando nos encontramos con el prójimo cómo va éste dirigido por el sí mismo que ha decidido ser, pero que nunca acaba de ver claro, que le es siempre problema. Porque al hacerse cada cual cuestión de qué va a ser, por tanto, de lo que va a ser su vida, no tiene más remedio que plantearse el problema de cuál es el ser del hombre, qué es lo que el hombre en general puede ser y qué es lo que tiene que ser. Pero esto, a su vez, nos obliga a hacernos una idea, a averiguar de algún modo lo que es la circunstancia, contorno o mundo en que vive. Las cosas, en torno, no nos dicen por sí mismas lo que son. Tenemos que descubrirlo nosotros. Pero esto -descubrir el ser de las cosas y el ser de sí mismo y el ser de todo-- no es sino el quehacer intelectual del hombre, quehacer que, por tanto, no es un aditamento superfluo y extrínseco a su vida, sino que, quiera o no, es constitutivo de ésta. No se trata, pues, de que el hombre vive y luego, si viene al caso, si siente alguna especial curiosidad, se ocupe en forma de algunas ideas sobre las cosas. No; vivir es ya encontrarse forzado a interpretar nuestra vida. Siempre, irremisiblemente, en cada instante nos hallamos con determinadas convicciones radicales sobre lo que son las cosas y nosotros entre ellas: esta articulación de convicciones últimas hacen de nuestra circunstancia caótica la unidad de un mundo o universo.

Lo dicho nos presenta nuestra vida constituida por dos dimensiones, inseparable la una de la otra y que quiero dejar destacadas ante ustedes con toda claridad. En su dimensión primaria vivir es estar yo, el yo de cada cual, en la circunstancia y no tener más remedio que habérselas con ella. Pero esto impone a la vida una segunda dimensión consistente en que no tiene más remedio que averiguar lo que la circunstancia es. En su primera dimensión lo que tenemos al vivir es un puro problema. En la segunda dimensión tenemos un esfuerzo o intento de resolver el problema. Pensamos sobre la circunstancia y este pensamiento nos fabrica una idea, plan o arquitectura del puro problema, del caos que es por sí, primariamente, la circunstancia. A esta arquitectura que el pensamiento pone sobre nuestro contorno, interpretándolo, llamamos mundo o universo. Este, pues, no nos es dado, no está ahí, sin más, sino que es fabricado por nuestras convicciones.
No hay manera de aclararse un poco lo que es la vida humana si no se tiene en cuenta que el mundo o universo es la solución intelectual con que el hombre reacciona ante los problemas dados, inexorables, inexcusables que le plantea su circunstancia. Ahora bien: 1º. cuáles sean las soluciones depende de cuáles sean los problemas; 2º. una solución sólo lo es auténticamente en la medida en que sea auténtico el problema; quiero decir, en que nos sintamos efectivamente angustiados por él. Cuando, por uno u otro motivo, el problema deja de ser efectivamente sentido por nosotros, la solución, por muy certera que sea, pierde vigor ante nuestro espíritu, esto es, deja de cumplir su papel de solución, se convierte en una idea muerta.
Me interesaba subrayar todo esto porque ello formula con energía la dualidad inherente al vivir humano en virtud de la cual el hombre está siempre en el problema que es su circunstancia, mas por lo mismo, forzado a reaccionar ante ese problema, está siempre en una relativa solución. El hombre más escéptico vive ya en ciertas convicciones radicales, vive en un mundo, en una interpretación. El mundo en que está el escéptico se llama «lo dudoso»: vive en él, está en la duda, en el mar de lo dudoso, en el mar de confusiones, como lo llama muy certeramente la expresión vulgar, y ese mundo de lo dudoso es tan mundo como el mundo del dogmático, aunque sea un mundo pavorosamente pobre. Cuando se habla, pues, de un «hombre sin convicciones», cuídese de advertir que eso es sólo una manera de hablar. No hay vida sin últimas certidumbres: el escéptico está convencido de que todo es dudoso.
Cuando he indicado que nuestra vida, la de cada cual, es, por fuerza, interpretación de sí misma, es formarse ideas sobre sí y lo demás, el oyente se habrá dicho que no se ha dado cuenta de haber nunca realizado ese esfuerzo, y tiene razón si ha entendido mis palabras en el sentido de que cada hombre por su solo esfuerzo original se crea una interpretación del universo. Por desgracia -o por ventura- eso no acontece. Al encontrarnos viviendo nos encontramos no sólo entre las cosas, sino entre los hombres; no sólo en la tierra, sino en la sociedad. Y esos hombres, esa sociedad en que hemos caído al vivir tiene ya una interpretación de la vida, un repertorio de ideas sobre el universo; de convicciones vigentes. De suerte que lo que podemos llamar «el pensamiento de nuestra época» entra a formar parte de nuestra circunstancia, nos envuelve, nos penetra y nos lleva. Uno de los factores constituyentes de nuestra fatalidad es el conjunto de convicciones ambientes con que nos encontramos. Sin darnos cuenta, nos hallamos instalados en esa red de soluciones ya hechas a los problemas de nuestra vida. Cuando uno de éstos nos aprieta recurrimos a ese tesoro, preguntamos a nuestros prójimos, a los libros de nuestros prójimos: ¿qué es el mundo? , ¿qué es el hombre? , ¿qué es la muerte?, ¿qué hay más allá? O bien: ¿qué es el espacio, qué es la luz, qué es el organismo animal? Pero ni es necesario que nos hagamos tales preguntas: desde que nacemos ejecutamos un esfuerzo constante de recepción, de absorción, en la convivencia familiar, en la escuela, lectura y trato social que transvasa en nosotros esas convicciones colectivas antes, casi siempre, de que hayamos sentido los problemas de que ellas son o pretenden ser soluciones. De suerte que cuando brota en nosotros la efectiva angustia ante una cuestión vital y queremos de verdad hallar su solución, orientarnos con respecto a ella, no sólo tenemos que luchar con ella, sino que nos encontramos presos en las soluciones recibidas y tenemos que luchar también con éstas. El idioma mismo en que por fuerza habremos de pensar nuestros propios pensamientos es ya un pensamiento ajeno, una filosofía colectiva, una elemental interpretación de la vida, que fuertemente nos aprisiona.
Hemos visto cómo la idea del mundo o universo es el plano que el hombre se forma, quiera o no, para andar entre las cosas y realizar su vida, para orientarse en e1 caos de la circunstancia. Pero esa idea le es, por lo pronto, dada por su contorno humano, es la idea dominante en su tiempo. Con ella tiene que vivir, sea aceptándola, sea polemizando en tal o cual punto contra ella.
Además de pensar sobre las cosas o saber, el hombre hace instrumentos, fabrica trebejos, vive materialmente con una técnica. La circunstancia es distinta según sea la técnica ya lograda con que se encuentra al nacer. Al hombre de hoy no le aprietan como al paleolítico los problemas materiales. Vaca a otros. Su vida es, pues, de idéntica estructura fundamental, pero la perspectiva de problemas, distinta. La vida es siempre preocupación, pero en cada época preocupan más unas cosas que otras. Hoy no preocupa la viruela, que preocupaba en .1850. Hoy, en cambio, preocupa el régimen parlamentario, que no preocupaba entonces.
Sin haber hecho más que asomarnos al asunto, nos encontramos, pues con estas verdades claras: .1º toda vida de hombre parte de ciertas convicciones radicales sobre lo que es el mundo y el puesto del hombre en él -parte de ellas y se mueve dentro de ellas-; 2º toda vida se encuentra en una circunstancia con más o menos técnica o dominio sobre el contorno material.
He aquí dos funciones permanentes, dos factores esenciales de toda vida humana, que, además, se influyen mutuamente: ideología y técnica.
Un estudio completo nos llevaría a descubrir las restantes dimensiones de la vida. Mas ahora nos basta con esas dos, porque nos bastan para entrever que la vida humana tiene siempre una estructura, es decir, que consiste en tener el hombre que habérselas con un mundo determinado, cuyo perfil podemos dibujar. Ese mundo presenta relativamente resueltos ciertos problemas y exalta, en cambio, otros, dando así una determinada y no vaga figura a la lucha del hombre por su destino.
La historia se ocupa en averiguar cómo han sido las vidas humanas, pero suele malentenderse la expresión, como si se tratase de inquirir cuál ha sido el carácter de los sujetos humanos. La vida no es, sin más ni más, el hombre, es decir, el sujeto que vive. Sino que es el drama de ese sujeto al encontrarse teniendo que bracear, que nadar náufrago en el mundo. La historia no es, pues, primordialmente psicología de los hombres, sino reconstrucción de la estructura de ese drama que se dispara entre el hombre y el mundo. En un mundo determinado y ante él, los hombres de psicología más diversa se encuentran con cierto repertorio ineludible y común de problemas que da a su existencia una idéntica estructura fundamental. Las diferencias psicológicas, subjetivas, son subalternas y no hacen más que poner menudas indentaciones en el esquema de su drama común.
Pondré un ejemplo para aclarar mi pensamiento. Imaginen ustedes dos individuos de carácter opuesto, uno muy alegre, otro muy triste, pero ambos viviendo en un mundo donde Dios existe y en el que la técnica material es elementalísima. (En general, las épocas con Dios son épocas de técnica torpe, y viceversa.) Al pronto tenderemos a atribuir gran importancia a esa diferencia de caracteres en la configuración de ambas vidas. Mas si luego comparamos a uno de esos hombres, por ejemplo, al alegre, con otro tan alegre como él pero que vive en un mundo distinto, en un mundo donde no hay Dios y hay, en cambio, una civilización técnica desarrolladísima, caemos en la cuenta de que, a pesar de gozar ambos del mismo carácter, sus vidas se diferencian mucho más que las de aquella otra pareja, distinta de carácter pero sumergida en el mismo mundo.
Es preciso que la historia abandone el psicologuismo o subjetivismo en que sus más finas producciones actuales andan perdidas, y reconozca que su misión es reconstruir las condiciones objetivas en que los individuos, los sujetos humanos han estado sumergidos. De aquí que su pregunta radical tiene que ser, no cómo han variado los seres humanos, sino cómo ha variado la estructura objetiva de la vida.
Cada uno de nosotros se encuentra, en efecto, sumergido hoy en un sistema de problemas, peligros, facilidades, dificultades, posibilidades e imposibilidades que no son él, sino que, al contrario, son aquello en que está, con que tiene que contar, en manejar y luchar con lo cual consiste precisamente su vida. Si hubiésemos nacido hace cien años, aun poseyendo el mismo carácter e iguales dotes, el drama de nuestra vida hubiera sido muy distinto.
La pregunta radical de la historia se precisa, pues, así: ¿qué cambios de la estructura vital ha habido? ¿Cómo, cuándo y por qué cambia la vida?

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