No deberíamos asegurar convincentemente que la Palabra yace vacía , como muerta, antes de ser enunciada. El enunciante asume el control de la emisión, al menos aparentemente, y se cree en disposición de generar el sentido que el Otro deberá acatar. En ese juego de espejos el emisor es emitido y el receptor es recepcionado. La escena se reitera y va generándose una metamemoria del Poder, el cual decide cual de los dos gana el juego.
La articulación de los dispositivos enerva el sistema, al punto que el observador es observado, la presa apresa al depredador en una infinita ceremonia de equívocos, que evocan, obviamente, el episodio básico y fundante de la saga burguesa, cual es la cosificación del entramado de relaciones humanas, convertidas merced a la escenificación del poder emitido, en el signo que anticipa el desencanto del sujeto.
O sea. El Otro transmigra en el Mi, mi cuerpo es hablado por el Otro, y desde el dispositivo de la ausencia, se remite al origen de toda la escena. En suma: el sistema del orden burgués requiere la reinvención constante de la escena, a riesgo de que el dispositivo del silencio imponga finalmente su ley. Paulatinamente se producen fugas, fricciones, quiebres en la piel del sistema de relaciones lingüísticas que van decantando en un fondo común, conformando una memoria cíclica que revierte sobre sí misma, de modo autónomo del Sujeto. Esta visión sugerida por la metamorfosis de la clase obrera en el sujeto-objeto por excelencia remite finalmente a la seguridad que pretende otorgar el sistema de medios, con su capacidad de otorgamiento de sentidos y la adjudicación azarosa de premios y castigos, enunciados desde el Poder y trasvasados a cuerpos anónimos.
(Ta claro, no?)
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