El cambio genera incertidumbre: abajo el cambio.
Terminemos con esa manía de cambiar. “Todo fluye, nunca nos bañamos dos veces en el mismo rio” se dijo en el comienzo mismo del pensar. Luego vinieron los ingenieros sociales que quisieron congelar el río, para que podamos bañarnos siempre en las mismas aguas petrificadas.
El cambio, esa manía, es sin embargo persistente, insistente. Se basa en fuerzas que la mente humana no comprende demasiado y, mucho menos, puede dominar. Si así no fuera aun estaríamos en la tribu ancestral obedeciendo al jefe-hechicero y untándonos con bosta de cabra para acabar con las úlceras de la piel.
El cambio asusta y no siempre es bueno: se puede pasar de una democracia imperfecta al más letal sistema colectivista, pero en general- con los recaudos que deben tomarse a la hora de generalizar- el trayecto del cambio desde lo simple- colectivo- básico- permanente- pequeño- previsible a lo complejo-individual-sofisticado- cambiante-grande-imprevisto ha sido positivo. Enormemente positivo. Es lo que ha permitido salir de la cuasi-animalidad medieval a la sociedad de la información, la Ciencia, Internet y el Genoma.
Pero hay dos ataques a este cambio: el de aquellos que pierden poder (los reyes, jefes, hechiceros, sumos sacerdotes) y el de aquellos que aun no disfrutan del nuevo poder (los marginados, olvidados, desplazados).
El primero es la Reacción: el clero, la nobleza, horrorizada por las turbas burguesas.
El segundo ataque es más complejo: lo encabezan los que temen la incertidumbre de la libertad, del mercado y de la soledad del individuo. Los que no entienden que la esencia del cambio de los dos últimos siglos radica en la expansión de los intercambios libres, en la libertad de mercado (esa feria que junta gente común ofreciendo y demandando valor) y no en la justa distribución o en otros condicionantes éticos. Los que creen que los conflictos- ese motor de la vida- pueden derogarse en un Estado Solidario y Organizado. Petrificado.
Vuelven por caminos retorcidos a la visión idílica de un pasado transformado ahora en Utopía colectivista.
Ahora- semiderrotados en su patética aventura soviética- retornan de la mano de mil formas. Desde la cátedra ecologista hasta la doctrina social, desde el pesimismo del intelectual de moda hasta la negación de toda estadística positiva (hay quienes se indignan- como ofendidos- si uno se atreve a decir que ahora hay la mitad de muertes infantiles que hace 30 años)
Los primeros, los reaccionarios, sobreviven en extrañas logias nostálgicas. Son un hazmerreír.
Los otros, en cambio, constituyen la sal de la discusión académica y política de hoy día. Hegemonizan las columnas de los periódicos, los comentario editoriales en la TV, los libros, las cátedras, buena parte de la producción teatral y literaria.
Son, algunos, honestos y bienpensantes, preocupados por el dolor humano.
Habría que explicarles que su mejor contribución sería la de callar, como quería Popper, hasta que sus palabras (exageradas, catastróficas, amenazantes, cínicas, compungidas, “buenistas”, demagógicas, pesimistas, simplificadoras, complejizadoras, culpabilizantes, exculpadoras, acusadoras) acepten la humildad de lo provisional, se unten de la sabiduría de la ignorancia socrática y se acomoden al fluir de la realidad más que al discurrir de sus mentes.
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