miércoles, octubre 21, 2009

La felicidad

El liberalismo no busca la felicidad. Si se entiende esta premisa, se entiende todo el resto. La Declaración de Virginia dice, es cierto, "que de los diversos modos o formas de gobierno, la mejor es aquella que sea capaz de generar el mayor grado de felicidad y seguridad así como de protegerse efectivamente frente al peligro de la mala administración."
Pero a qué “felicidad” se refiere. Más que a una fórmula universal que nos haga felices como individuos los Fundadores parecen estar refiriéndose al “máximo de felicidad de la sociedad”, de la comunidad política. Por otra parte, es una fórmula que no abundó en “recetas” sino en una orientación general: el fin de la sociedad política no puede ser el sufrimiento de los súbditos, sino la felicidad de los ciudadanos libres. Punto.
El Socialismo, en cambio, avanza sobre la búsqueda de felicidad humana. Penetra por ese camino, en la mente, el alma, los sentimientos del hombre, a los cuales transforma en materia de su Programa: no se trata, tan solo, de “liberar las fuerzas productivas” sino crear un Hombre Nuevo, trabajar con “ingenieros de almas” como Stalin definió a los artistas, creando así un nueva conciencia (que en general se basa en desechar los pequeños placeres burgueses y disfrutar en cambio de la grandiosa construcción del Socialismo)
Se educa así a las nuevas generaciones en el culto al esfuerzo, la solidaridad, el sacrificio, el desprecio a los placeres individuales, se entrena la mente para aceptar que fuera de la comunidad no somos nada, que sólo valemos como parte del proyecto socialista, el cual nos aparta de las angustias y las dudas típicas del intelectual burgués. Somos felices, en el Socialismo, cuando posponemos los deseos individuales (amor, placer, entretenimiento, juego, conocimiento, reconocimiento, diversión, adquisición de bienes) y nos alegramos del esfuerzo, la lucha, las privaciones, la mística de la construcción colectiva del proyecto social.
Esta búsqueda de una felicidad “épica” transforma a las personas en actores de un drama panificado desde la cúpula, escrito por el Partido y el Líder.
El problema para el pobre individuo es que muchas veces no tiene ninguna gana de representar ese papel, y preferiría , más que ir a cortar caña de azúcar en un gesto solidario, ir a dormir la siesta con la chica que quiere, luego de beber unas cervezas y hacer el amor. Esta “recaída” en los vicios pequeñoburgueses le trae enormes problemas de conciencia: siente que, íntimamente, ha traicionado la lucha por la felicidad colectiva entregándose a sus deseos. A modo de nuevos monjes, los “hombres nuevos” ahogan sus deseos con autoflagelaciones para matar al demonio burgués que habita en sus tripas. Y eso duele. Se sufre en el Socialismo: no solo por las privaciones materiales que un régimen de racionamiento y lucha contra la ganancia provoca, sino por el sentimiento de culpa que a todo buen socialista le embarga cuando tiene esas tentaciones carnales.
Como los líderes lo saben - ellos también son humanos- conviene distraer a los súbditos con la palabra: la Palabra Única- emitida a la mañana por el Diario Único, recogida después por la Emisora Única y la Televisora Única- está destinada como en un acto de hipnotismo colectivo a exorcizar los malos pensamientos, a alejar a los ciudadanos de los deseos individuales, en especial de la libertad de pensamiento. El ideal de los Planificadores Socialistas es planear los pensamientos de los súbditos, organizarlos en parcelas, niveles y jerarquías perfectamente claras, a fin de facilitar el dominio.
Todos sabemos que ese delirio se derrumbó hace veinte años, aunque persiste en contados países. Pero el sustrato de ese delirio existe en todo buen socialista democrático con aspiraciones: no es algo que pueda erradicarse con “antistalinismo”: el Hombre Nuevo es una enfermedad del Socialismo, está en su esencia- heredera remota de los milenarismos medievales- escarbar en el alma humana para erradicar el Mal que habita allí.

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