El Profesor Rubén Zorrilla es un lujo que tenemos los argentinos, lujo aun no descubierto por los medios. Tiene ochenta años y una mente lúcida. Y cómo escribe:
Una de las características definitorias del capitalismo es que el proceso de acumulación y concentración de capital no lo realiza el Estado –como en el patrimonialismo y en el socialismo– o los guerreros y sacerdotes –como en los feudos o la sociedad aristocrática–, sino la sociedad civil a través de personas o empresas independientes, del más diverso carácter. Estas últimas son los agentes para acumular, concentrar y potenciar la reproducción de capital, de emprendimientos e innovaciones, que es decir crear objetos materiales e inmateriales (saberes) que antes de ellos no existían. La acumulación y concentración –básicamente de recursos humanos– no es unitaria en el capitalismo, como lo serían en el patrimonialismo o en el socialismo, con sus Estados omnipotentes, sino diversificada, con miles o millones de centros diferentes en cuanto a magnitud y actividades, que se mezclan y compiten en mercados multitudinarios, perpetua e imprevisiblemente sacudidos por la impronta de la creación y el descubrimiento, y también por la destrucción de lo obsoleto. Cuanto más interacciones, más velocidad y mayor variedad de los intercambios, más producción de conocimiento, más saber, más creaciones, más riqueza de todo, aunque no sin entropías sociales y conflictos, porque no estamos en el paraíso.
Esta multiplicación de los centros de acumulación y concentración –siempre indominables, imprevisibles e implanificables, puesto que resultan del ejercicio de la libertad de unidades independientes– implica un amplísimo horizonte de pluralismo de poder (es decir, de muchos poderes), que influye decisivamente en el plano político, donde promueve irresistiblemente la necesidad de institucionalizar el conflicto político e implantar la democracia como instrumento institucional para crear consensos parciales y provisorios que conserven el orden.
La democracia es un método para llevar las luchas políticas al terreno de la paz, la competencia y la negociación. Actúan allí los mismos principios que se imponen natural y espontáneamente (a menos que intervenga el Estado con arbitrariedades u omisiones) en las transacciones del mercado, que no son otras que las de las personas que intervienen en él. Para que esto tenga realidad social se requiere la previa conformación de una extensa cantidad de poderes pequeños y grandes, diversos y dispersos, tal como los producidos por la economía dineraria en el largo plazo. Estos poderes externos al Estado fortalecen la sociedad civil frente a la fuerza –que tiende siempre a ser omnímoda– del Estado y la burocracia, creando las condiciones para la formación del Estado de derecho, es decir, para el gobierno limitado, sujeto al imperio de la ley.
Si la expansión de la economía dineraria erosionó y finalmente disolvió a la sociedad aristocrática y estamental, liberando a enormes masas de población encuadradas hasta entonces en los moldes de la sociedad tradicional, el capitalismo emergente impulsó decisivamente a las masas disponibles a que ingresaran al proceso de democratización fundamental a través de los partidos políticos modernos, totalmente seculares, aunque no exentos de influencias religiosas, positiva o negativamente. En el nuevo contexto que propone la turgencia del capitalismo, la integración de las masas disponibles a la lucha política consensual –inevitablemente conflictiva, puesto que entraña una etapa de descubrimiento y aprendizaje traumático– debía necesariamente realizarse en el marco de una democracia limitada (como en la Argentina entre 1853 y 1912).
Del propio mercado político debían surgir y ensayarse los liderazgos y las estructuras políticas nuevas –inclusive institucionales– que elaboraran las primeras experiencias para la tarea infinita de construir y aplicar, por primera vez, el método democrático a una sociedad que penetraba en las incógnitas de la alta complejidad. De allí debía salir el bosquejo de un sistema de partidos (algo distinto y superior a los partidos mismos) que sintetizara aspiraciones, intereses e ideas en propuestas políticas (productos) para el mercado del voto, signado por la libre competencia.
Aunque muy distinto según los países, el proceso de democratización fundamental recibió el rechazo de la inercia cultural originada en la sociedad tradicional, pero también de los diversos socialismos marxistas (contrarios a la democracia “burguesa” –que consideraban un engaño–), del anarquismo (enemigos de la política y de todo aparato político) y del nacionalismo (que prefería el monolitismo de la “patria” y del ejército, y que veía a los partidos como enemigos de la “unión nacional”).
Frente a este mosaico de ofertas anti–mercado del voto, los militares pensaron (por ejemplo, en Latinoamérica) que eran la reserva inmaculada de la patria, junto con la Iglesia (la “unión de la cruz y la espada”, como exigía el coronel Perón). Esta fórmula era la clave para atacar las divisiones y diferencias que creaban artificialmente los partidos, y llegar a la ansiada unión nacional.
Aquí detengo esta aproximación histórica destinada a ilustrar la relación que existió entre la expansión de la economía dineraria, el triunfo y la difusión del capitalismo, por una parte, y, por la otra, el mercado del voto, vínculo que se sustenta en el hecho de que las primeras variables mencionadas producen múltiples poderes económicos externos al Estado, distintos en magnitud y actividad, lo que fortalece a la sociedad civil, y fuerzan a lograr alguna forma de coexistencia pacífica, pero arduamente, según reglas proviso-rias y perfectibles. Los partidos políticos modernos y, en un nivel superior, el sistema de partidos, encaran esta tarea de coordinación, negociación y también de enfrentamientos entre grupos y propuestas.
Los partidos son empresas políticas (por lo tanto, de servicios) con evidentes fines de lucro (aun los más “idealistas”) que cumplen funciones irremplazables para el fun-cionamiento de la sociedad –más que de la democracia– y que deben terciar en sus con-flictos auscultando los reclamos de la opinión pública institucionalizada para captar votos en el mercado político.
La democracia moderna y el capitalismo tienen una misma raíz histórica y ética: los intercambios libres y voluntarios, y en especial pacíficos, basados en la confianza, la credibilidad, la transparencia y la buena voluntad, pero no en la armonía, o en la carencia de conflictos –siempre nuevos e inesperados– o en relaciones fraternales. La democracia es, por el contrario, un método para explicitar y reconocer los conflictos y elaborar consensos revocables, sin la destrucción de bienes ni personas.
Los enormes progresos que ha traído la economía dineraria (bombardeada por los monopolistas del “progresismo”) y especialmente su consolidación mediante el desa-rrollo del capitalismo, no implican la abolición de los grandes problemas humanos –inclusive sociales– fundados en nuestra radical escasez de conocimientos (naturales, culturales y sociales) y de saber sobre los otros y uno mismo, así como acerca del sentido de la vida, no sólo humana. Particularmente, no es una panacea en ningún sentido: no evita el trabajo arduo y responsable, si bien lo torna más rendidor para nosotros y la sociedad. No obvia la búsqueda de uno mismo ni su incierto resultado, que a veces debemos identificar con la desgracia. No nos salva tampoco de las múltiples entropías sociales, culturales y psicológicas que son inmanentes a todo proceso evolutivo en todas las sociedades y culturas, y que son, al mismo tiempo, la clave de nuestras preocupaciones humanísticas, del arte y de la ciencia.
No nos protege de las tragedias del vivir, supremamente misteriosas, ni de las responsabilidades de elegir, que son el fundamento de la libertad. Ningún sistema social ha logrado estas metas en el pasado (incluidos en especial los socialistas), ni en el presente, ni lo podrá en el futuro, salvo que se produzca una mutación genética positiva en el homo sapiens. Las necesidades humanas son infinitas, lo mismo que la insatisfacción acerca de su existencia, cualquiera sea lo que logremos en materia social y cultural. Sólo una elaboración personal, psicológica, filosófica y particularmente ética (lo que no implica que sea erudita ni consciente) podrá mitigar esta situación, como paso para acceder a una conformidad –que puede ser convencional o no– que nos reconcilie con las exigencias perentorias de la vida.
El capitalismo nos proporciona, infinitamente más que cualquier otro subsistema económico conocido, más posibilidades para ejercer la acción electiva (es decir, más libertad) y más posibilidades para ser los arquitectos de nuestro propio destino, más posibilidades para decir lo que sentimos y pensamos y lanzarnos a la creación de nuestra propia vida, siempre incierta.
Sin estas inducciones sociales –y esencialmente éticas– que surgen de la práctica del capitalismo, la libertad de expresión y la misma democracia, no habrían podido difundirse debido a las temibles y poderosas resistencias que despertó y despierta.
Si reuniéramos a los grandes países capitalistas de hoy, a pesar de sus grandes diferencias, notaríamos que todos comparten el ejercicio de la democracia, en algunos casos impuesta después de una guerra espantosa, por Estados Unidos y Gran Bretaña –los nudos del capitalismo mundial– al término de la Segunda Guerra Mundial (1939–1945), como se evidencia en los casos de Alemania, Japón e Italia, entre otros.
Observaríamos también que son los países más ricos del mundo, con más posibilidades de vida para sus habitantes, que su creación científica es la más elevada del planeta –en cantidad y calidad– y que su vida artística es descollante. Su pobreza es residual, y su nivel de respeto a los derechos humanos es el más alto. En cambio, donde el capitalismo no ha logrado imponerse completamente, o donde no existe (Cuba, Corea del Norte, Uganda, Etiopía o Nigeria, entre otros) la miseria será generalizada y el arte y la ciencia sobrevivirá penosamente (lo que no impedirá que de tanto en tanto aparezca algún genio).
Esta simple y decisiva comparación entre capitalismo y no–capitalismo puede enriquecerse y profundizarse con más indicadores, altamente significativos, y referencias históricas, acompañadas de hipótesis históricas, derivadas de la economía, la sociología, la ciencia política y la antropología, para ratificar la idea de que el capitalismo ha sido, en algún momento del desarrollo de Occidente, una variable independiente crucial para el mejoramiento –o progreso– de la vida humana, en todas las dimensiones que se consideren. En especial, para la práctica de la democracia y el perfeccionamiento de la justicia, que es esencial para su funcionamiento.
Sus entropías (pérdidas de energía social) son las que existen en todos los sistemas sociales. Sin embargo, sus críticos se esmeran en señalar que sólo son inherentes al capitalismo.
4 comentarios:
..mi tío nos dejó ayer, con su brillante cerebro y su enorme corazón... hermoso encontrar uno de sus textos en tu blog... gracias...!!!
Me dejas sorprendido. No tenia idea...Hace como un año que no hablo con él. Entre el 2006 y el 2009 nos veiamos semanalmente en un grupo para leer , reflexionar, discutir...Una experiencia hermosa. Admiré su mente y su disciplina de investigador social: estaba escribiendo un libro sobre el imperialismo y - contra los improvisados que abundan- llevaba 5 años investigando!
...hace unos 15 días hablé con él y me contó que había terminado el libro... hoy en su escritorio estaba en la máquina una hoja con parte de la bibliografía en la que estaba trabajando... el libro lo vamos a publicar sin falta, es el resultado de su vida... estemos en contacto, anibalzorrilla@yahoo.com.ar, escribime... un abrazo,
Hoy me comunique con Elena Valero y con Pedro Pasturenzi, del grupo de encuentros semanales y quedamos en reunirnos. Seria bueno que vos participes no? Ese libro hay que publicarlo...
Publicar un comentario