Escribir es el intento de ordenar secuencialmente lo que transcurre en múltiples planos de la mente. La mente es un incesante ronronear de protoideas, deseos, recuerdos, imágenes…y muchas cosas más aun no descriptas. De ese caldero tienen que salir en forma coherente, ordenada y comprensible unas palabras que remitan sin equívocos a conceptos más o menos complejos. Menuda tarea.
Escribir, de algún modo, disciplina la mente, la obliga a pensar en términos comunicables, a desplegar un argumento, una estructura narrativa, una forma inteligible de plantear un problema o una idea, desarrollarla y cerrar con unas conclusiones claras. Si se escribe claro, se piensa claro, y, posiblemente se habla claro.
El lenguaje escrito – especialmente el de periodistas e intelectuales - sin embargo, es por lo general fuente de confusión, de malos entendidos, en vez de ser el modo de comunicar pocas y claras ideas o argumentos. Como ya lo señaló Popper, los intelectuales, de Hegel en adelante, han creído que cuanta más oscuridad, más profundidad. Este críptico lenguaje que se despliega en incontables libros y artículos no es inocente. De algún modo nos dice:” la realidad es muy compleja, tanto que mi propio intento de entenderla y expresarla acentúa el carácter de la complejidad. Mi texto confuso y polisémico se suma a la realidad con el secreto objetivo de hacerla aún más incomprensible.”
Popper les recomienda que, ya que la sociedad pagó sus estudios universitarios, hagan honor al compromiso tácito y se entrenen para que sus ideas puedan ser comprendidas por mucha gente, no solo por los miembros de su tribu intelectual.
No es fácil: la tendencia de los filósofos y pensadores de la matriz hegeliana a profundizar en la oscuridad es casi compulsiva.
Leer a intelectuales contracorriente como Popper, Hayek, Mises o Berlin es entrar en un mundo comprensible, en una especie de remanso en el cual unas mentes agobiadas por la oscuridad encuentran al fin trazas de la verdad. Puede uno no coincidir con todas las ideas, pero en todo caso se sabe en qué cosas uno puede disentir. Pero, ¿cómo disentir con Foucault, cuando en el fondo sabemos que no lo hemos comprendido del todo?
El relato, la crónica, han desaparecido, reemplazados por la “interpretación” de la realidad. Se construyen argumentos sustentados en supuestos hechos históricos, pero no se intenta divulgar esos hechos. Por ejemplo, las cátedras secundarias de Historia (argentina o universal) son el lugar en que se exponen teorías sobre la Historia, pero jamás la historia misma. Es el lugar de la rápida etiquetación: “triunfo de la burguesía, ascenso de las clases medias, resistencia popular a los intentos de dominación”, y otras tantas etiquetas que narran la realidad, no la muestran, sino que la utilizan como asiento para propagar determinadas ideas sociales y políticas.
Yo propondría, como ejercicio para intelectuales confusos, la lectura de la historia (por ejemplo las memorias de Churchill, o los libros de Evans sobre el nazismo, o a Juan Bautista Alberdi) para aprender , modestamente, a comunicar hechos e ideas, sin mezclarlos, sin oscurecerlos, abandonando la retórica de las palabras esdrújulas.
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