Durante 20 años Alan Greenspan manejó, desde la Reserva Federal, la mayor cantidad de información económica y financiera del mundo. Fue testigo privilegiado de la revolución de los mercados, la globalización, de la derrota final de las economías planificadas y ahora vuelca sus observaciones en el imprescindible libro "La era de la turbulencia". De su Introducción destaco acá los siguientes párrafos:
En mis años de formación, había aprendido a apreciar la elegancia teórica de los mercados competitivos. En las seis décadas transcurridas desde entonces, he aprendido a apreciar cómo funcionan (o a veces no) las teorías en el mundo real. En particular, he tenido el privilegio de haber interactuado con todos los actores clave de la política económica de la pasada generación y haber dispuesto de un acceso sin parangón a la información, tanto numérica como anecdótica, que medía las tendencias mundiales. Era inevitable que generalizase a partir de mis experiencias. Hacerlo me ha conducido a un aprecio más hondo si cabe de los mercados libres competitivos como fuerza benefactora. A decir verdad, más allá de unos pocos accidentes ambiguos, no se me ocurre ninguna circunstancia en que la expansión del Estado de derecho y la mejora de los derechos de propiedad no haya logrado aumentar la prosperidad material.
Pese a todo, impera un persistente y difundido cuestionamiento de la justicia del modo en que la competencia sin trabas distribuye sus beneficios. A lo largo de este libro reseño la continua ambivalencia de la gente hacia las fuerzas del mercado. La competencia es estresante porque los mercados competitivos crean ganadores y perdedores. Este libro intentará examinar las ramificaciones de la colisión entre una economía globalizada en rápido cambio y una naturaleza humana inmutable. El éxito económico del último cuarto de milenio es el resultado de esta lucha; también lo es la ansiedad que ha conllevado un cambio tan rápido.
Rara vez contemplamos de cerca la principal unidad operativa de sistema econòmico: el ser humano ¿ Qué somos? ¿ Qué parte de nuestra naturaleza es fija e inasequible a los cambios, y cuánta discreción y libre albedrío tenemos para actuar y aprender? Llevo a vueltas con esta pregunta desde que estuve en condiciones de formularla.
En mis viajes por todo el mundo durante casi seis décadas, he descubierto que la gente exhibe notables semejanzas que ningún esfuerzo de la imaginación puede achacar a la cultura, la historia, el lenguaje o el azar. Todas las personas parecen motivadas por un afán congénito de auto estima que en gran parte viene fomentado por la aprobación ajena. Ese afán determina buena parte de aquello en lo que los hogares gastan su dinero. También seguirá induciendo a la gente a trabajar en plantas y despachos codo con codo, aunque pronto dispongan de la capacidad técnica de contribuir desde el aislamiento vía ciberespacio. La gente posee una necesidad innata de interactuar con otras personas. Es algo esencial si pretendemos recibir su aprobación, que todos buscamos. El auténtico ermitaño es una infrecuente aberración. Lo que contribuye a la autoestima depende de la amplia gama de valores aprendidos o escogidos conscientemente que, según cada persona cree, con, acierto o no, mejoran su vida. No podemos funcionar sin un conjunto de valores que guíe la multitud de decisiones que debemos tomar todos los días. La necesidad de valores es congénita. Su contenido, no. Esa necesidad viene impulsada por un sentido moral innato que reside en todos nosotros, la base sobre la que una mayoría ha buscado la orientación de las numerosas religiones que los humanos han adoptado a lo largo de los milenios. Parte de ese código moral innato es un sentido de lo que es justo y apropiado. Todos tenemos distintas opiniones sobre lo que es justo, pero nadie puede evitar la necesidad congénita de emitir esos juicios. Esa necesidad congénita forma la base de las leyes que gobiernan toda sociedad. Es la base sobre la que responsabilizamos a las personas de sus acciones.
Los economistas no pueden evitar ser estudiosos de la naturaleza
humana, en especial de la euforia y el miedo. La euforia es una celebración de la vida. Tenemos que percibir la vida como algo placentero para desear sostenerla. Por desgracia, una oleada de euforia a veces provoca también que la gente sobrepase lo posible; cuando la realidad vuelve a imponerse, la exuberancia da paso al miedo. El miedo es una respuesta automática, que todos llevamos dentro, a las amenazas contra la más profunda de todas nuestras propensiones congénitas, nuestra voluntad de vivir. También constituye la base de muchas de nuestras respuestas económicas, la aversión al riesgo que limita nuestra disposición a invertir y comerciar, sobre todo lejos de casa, algo que, llevado aI extremo, nos induce a desconectamos de los mercados, lo que precipita un grave decaimiento de la actividad económica.
Un aspecto importante de la naturaleza humana -el nivel de inteligencia humana- tiene mucho que ver con nuestro éxito de cara a conseguir el sustento necesario para la supervivencia. Como señalo al final de este libro, en las economías con tecnología de vanguardia, las personas, de media, parecen incapaces de aumentar su rendimiento por hora a un ritmo superior al 3 por ciento anual durante un período prolongado. Al parecer se trata de la tasa máxima a la que la innovación humana puede adelantar los estándares de vida. Al parecer no somos lo bastante listos para hacerlo mejor.
El nuevo mundo en el que vivimos en el día de hoy está dando a muchos ciudadanos mucho que temer, incluido el desarraigo de numerosas fuentes de identidad y seguridad anteriormente estables. Donde más rápido es el cambio, las crecientes disparidades en la distribución de la renta suponen una preocupación clave. Se trata en verdad de una era de turbulencias, y sería imprudente e inmoral minimizar el coste humano de sus trastornos. A la luz de la creciente integración de la economía global, los ciudadanos del mundo afrontan una trascendente elección: abrazar los beneficios a escala mundial de los mercados y las sociedades abiertos que sacan a la gente de la pobreza y la hacen ascender por la escalera de las habilidades hasta una vida mejor y más plena, sin perder de vista las cuestiones fundamentales de la justicia; o rechazar la oportunidad y abrazar el regionalismo, el tribalismo, el populismo y en verdad todos los «ismos» a los que se acogen las comunidades cuando sus identidades se hallan bajo asedio y no pueden percibir una opción mejor. Nos esperan enormes obstáculos en las décadas venideras, y de nosotros depende si los superamos. En el caso de Estados Unidos, la apertura de nuestras fronteras a la mano de obra cualificada del mundo y la reforma de la educación deben ocupar un lugar destacado en la agenda política, como también la búsqueda de una solución para la crisis de la asistencia sanitaria Medicare que se cierne sobre nosotros. Son temas a los que regresaré al final del libro. Concluyo en el último capítulo que, a pesar de las muchas carencias de los seres humanos, no es casualidad que perseveremos y avancemos ante la adversidad. Está en nuestra naturaleza: algo que, a lo largo de los años, ha fortalecido mi optimismo respecto a nuestro futuro.
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