La receta del pan
Cada día constato que nos han robado la fórmula y el arte de hacer el pan, nuestro pan… y no lo digo en el sentido metafórico de “hacer el amor” que tiene en Cuba esa expresión, sino en el llano y directo significado de confeccionar el alimento universal, el pan nuestro de cada día… esa milenaria combinación de harina, agua, levadura y fuego.
En cuál recodo de estos años se quedó el pan de mi infancia, con cuya masa podía formar muñequitos y hacer bolitas. Nadie va a convencerme de que este producto ingrávido, que apenas pesa, blancuzco, destructor de las encías y productor de una boronilla arenosa y seca que ensucia toda la ropa, es un pan. Dónde quedó el pan macizo, que al comer una rodaja uno se sentía lleno, que se podía mojar con los frijoles negros y embadurnar de mantequilla, sin el temor que se partiera en pedazos como le ocurre a esta “piedra de siforé” que acabo de comprar.
Evidentemente esto que tengo ahora sobre mi mesa no está hecho para que el paladar lo disfrute, pues en una sociedad como ésta intentar darle un gusto a los sentidos es una debilidad pequeñoburguesa contra la que hay que luchar. Ná, que revolucionario que es revolucionario se come el pan como esté sin quejarse tanto.
Este pan –que usted puede admirar en la foto- parece gritarnos lo que ya todos sabemos: que la eliminación del panadero privado –ese que en cada barrio todos conocían y tenía su “especialidad de la casa” y su “toque secreto”- nos condujo a esta estatalización infuncional, insípida, ineficaz, que nos ha ido haciendo olvidar poco a poco lo que es un verdadero pan.
Cuando miro la tele...
Esta semana hacemos una terapia anti-televisión en nuestra casa. Empezamos gradualmente y estamos ahora en la etapa de encender al “gordito autosuficiente” pero no subirle el volumen. Es interesantísimo lo que se logra. Ante nuestros ojos pasan imágenes, que de tan predecibles la propia imaginación les pone voz y sonido. Si sale un campo sembrado, oigo dentro de mí a un conocido locutor que anuncia un sobrecumplimiento de la producción de papas. Si, en su lugar, lo que vemos son imágenes de personas vestidas con batas blancas, entonces inmediatamente emerge en mi mente el discurso sobre los médicos cubanos que brindan sus servicios en Bolivia o Venezuela.
Lo que nunca ocurre es que al mirar, en mute, una de esos reportajes, surja de mí algo cotidiano y realista que se parezca a lo que oigo cada día en la calle. Nuestra pantalla chica nos muestra “lo que debimos haber sido” o, peor aún, “lo que debemos creer que somos”. Así que el locutor que todos llevamos dentro nunca dice algo como “los precios están por las nubes”; “en mi policlínico sólo quedan 17 médicos, porque todos los demás se han ido de misión”; “si no robo en el trabajo no puedo vivir” o “¿dónde están las malditas papas que no llegan?”.
La tele se parece tan poco a mi vida, que he llegado a pensar que es mi existencia la que no es real; que las caras alargadas que veo en la calle son actores que merecerían un Óscar (o un Coral); que los cientos de problemas que sorteo para alimentarme, transportarme y simplemente existir, son sólo líneas de un guión dramático y que la verdad, de tanto que insisten, debe ser la que me cuenta el Granma, el Noticiero Nacional de Televisión y la Mesa Redonda.
Hable ahora o calle hasta el próximo debate
Tal vez son sólo mis deseos de creer que algo está cambiando los que me han hecho notar cierta tendencia a la catarsis colectiva. Donde antes había hombros encogidos y caras volteadas, veo ahora dedos que señalan los problemas y bocas que emanan inconformidad. A la primera oportunidad, que lo mismo puede ser en una reunión de padres en la escuela o en una conversación mientras se hace la cola del pan, las lenguas se sueltan. Las corrosivas palabras van desmontando lo que a los medios oficiales les cuesta cada vez más trabajo hacernos creer.
Un muro de lamentos se extiende, por estos días, a lo largo de toda la isla. Motivado en parte por el llamado a debatir el discurso de Raúl Castro el 26 de julio, pero fundamentalmente por el agotamiento de un “ciclo de silencio” que ha empezado a quebrarse. Poco a poco nos va deleitando esto de hablar públicamente de nuestros problemas. Le vamos cogiendo el gusto a emplazar al gobierno, mientras que lo masivo del lamento nos contagia y envalentona.
Hay mucho escepticismo también, por parte de los que han vivido otros conatos de debate que no han conducido a nada. El recuerdo de las discusiones que precedieron al 4to Congreso del PCC y su posterior silenciamiento, son el argumento que exhiben algunos de los que no se pronuncian. Sin embargo, quisiera creer que esto que hoy vivimos es imparable. Los que han empezado por expresar su descontento por los bajos salarios, la corrupción o el deterioro del sistema de salud pública, llegarán inevitablemente a cuestionarse el sistema político, el real poder de decisión del pueblo y hasta las relaciones internacionales.
Puede ser pura ilusión la mía, pero me parece que lo que ha empezado con el susurro va a terminar en el grito
Pedalear
¿Sabe usted lo que se siente cuando uno intenta pedalear una bicicleta que tiene la cadena oxidada, la catalina torcida y la biela trabada? Pues esa es la sensación que me aplasta por estos días. Todas mis energías, esfuerzos y deseos de hacer algo se malgastan en un mecanismo que no avanza. Por momentos tengo la impresión de que el diseño de vida al que me obligan los problemas, dificultades e ineficiencias cotidianas, responde a una intención de no dejarme levantar “vuelo”, de no permitirme salir del rastrero ciclo de pedalear hasta el agotamiento.
En esta bicicleta, de la que le hablo, yo no controlo el manubrio, sino que las piedras del camino determinan el rumbo y lo único que funciona con alguna eficiencia son los frenos. La calle por donde intento avanzar está llena de señales restrictivas y en ninguna esquina mi vía tiene la preferencia.
Ya sé que sería más fácil botar la bicicleta, mudarme a un barrio de amplias calzadas bien lejos de aquí o dejar de moverme, de tener proyectos que me fatiguen y sobrecarguen las raídas gomas. Pero sucede que cierta testarudez personal y desdibujados sueños de una futura y flamante bicicleta me mantienen sobre el sillín.
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