Nos mirábamos, de vez en cuando, y nos hacíamos una pregunta callada: ¿sobreviviríamos?
El Ejército y la Marina unidas nos bombardeaban sin cesar. En nuestras pequeñas cuevas apenas podíamos aguantar el olor a carne quemada que entraba desde las grietas. Los lanzallamas barrían las trincheras, achicharrando carne humana, aterrorizándonos. Era el infierno, ese que sabíamos que nos acechaba desde el comienzo de nuestra gesta.
Pero nuestras ideas, nuestros objetivos, nos mantendrían aun enteros, pese al miedo. Nadie cedía, nadie levantaba la bandera blanca.
Cada vez sonaban más cerca los tiros de ametralladora. La infantería debía estar avanzando después del bombardeo y las llamas, para terminar la tarea.
Nos juramentamos, sin hablar, a resistir tanto poder.
Recordé mi granja natal, el rostro de mi novia, las manos de Mamá. Y salí a enfrentar, en un último y desesperado esfuerzo de resistencia al monstruo que nos invadía: El ejército de los Estados Unidos acá, en Normandía, el 6 de junio de 1944. Moriría con gloria, en honor al Fuhrer.
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