La «volkswirtschaft» , la economía nacional, es como bien dice Von Mises un término alemán intraducible que implica toda una concepción del mundo. Obviamente se refiere a considerar la nación como el marco que estructura la política y la economía. Pero va más allá, ya que implica un “deber”, una “moral” que antepone el interés nacional a cualquier otra consideración. Fue puesta en marcha por Bismark y alcanzó su cenit con Hitler, pero esta inscripta en el inconciente de todos los políticos del mundo, de cualquier mundo.
Para esta concepción no existen los individuos, sino las naciones. Los sujetos de la economía no son individuos que toman decisiones, sino Estados que se protegen del hostil exterior, cerrando todo lo que se pueda las fronteras, oponiéndose a las transacciones libres que puedan tener lugar entre gentes de distintos países.
Inventan un consumidor ideal, nacionalista, que preferirá pagar más y obtener menos comprando en empresas de su país y rechazando mejores productos o más baratos provenientes del exterior.
Para esta concepción el ideal sería el autoabastecimiento. Requieren para ellos grandes territorios llenos de recursos: si no los tienen los consiguen por la fuerza.
Un país debería producir todo, desde acero hasta computadores, muebles o zapatos. Sería la única manera de rendir homenaje al “ser nacional”.
Obviamente las cosas no empiezan ni terminan en la economía. Se debería consumir solo literatura o cine nacional, escuchar música folklórica y vestir trajes regionales. La política debería ser estrictamente nacional, sin rasgos cosmopolitas: partidos propios, fuera de toda “internacional” que los agrupe, pensadores nacionales. Hasta religión nacional, en el extremo.
Todos los extranjeros son sospechosos. Todas las minorías, miradas con recelo. Gitanos, judíos o árabes son admitidos a regañadientes, tolerados, simplemente.
Se combaten las lenguas regionales, los dialectos o las expresiones que escapan a la tradición nacional.
En América latina se incluye en lo nacional solo a los viejos españoles y criollos y, especialmente, a los aborígenes. Los inmigrantes europeos, que llegaron por oleadas hacia finales del siglo XIX son apenas soportados. Sus hijos- de apellidos italianos o judíos- deben aprender rápidamente a mimetizarse con “la raza” (otro concepto bien nacional, “el día de la raza” se denominó al 12 de octubre).
Surgen así desesperados intentos de ocultar un origen no-nacional y esos hijos de inmigrantes aprenden rápidamente a despreciar el país de sus abuelos y a amar lo telúrico.
Todos los políticos, sin excepción, abrevan de esta tradición. Todos festejan la nación, como espacio que contiene a todo, y algunos hasta de vanaglorian de no saber hablar inglés.
En estos días, la Argentina ha dado algunas muestras de su adhesión incondicional al concepto de «volkswirtschaft». Un Secretario de Comercio que impide la importación libre, trabando no “el consumo” sino, lo que es más grave, la producción argentina o una ministra que nos pide a los ciudadanos y empresarios que “no compremos productos ingleses”. O sea, las decisiones individuales, basadas en el legítimo interés de obtener beneficios, de comprar lo que sea mejor o más barato, donde sea, se transforman en un acto de traición a la Patria. Se empieza con “la sugerencia”. Se seguirá con sanciones al que no cumpla con su “deber patriótico”
Este asfixiante clima - a contramano del fenómeno universal de la Web mediante el cual nos conectamos con gente de cualquier nacionalidad- es una expresión lastimosa y elemental de la “idea nacional” que este Gobierno, como tantos otros, ha transformado en una filosofía cotidiana. De allí al culto al “amado Líder nacional”, es solo cuestión de grado.
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