viernes, diciembre 28, 2012

¿Un Estado para el País, o un País para el Estado?




 Lo natural es que un país tenga un Estado y no que el Estado tenga un país.
Lo primero indica que un sujeto social, digamos “la sociedad”- como si una cosa así existiera- decide darse una administración de la cosa pública, la Res Publica. Así como un consorcio de propietarios contrata un administrador para hacerse cargo de los servicios comunes, recaudar las expensas y dar cuenta de los gastos, un sociedad decide crear un Estado para que se ocupe de algunas cosas básicas y comunes.
Lo primero, el mantenimiento de un orden social basado en la Justicia y la Seguridad. La Justicia es el sistema de resolución de conflictos entre ciudadanos y entre estos y el Estado. Pero para que funcione, debe haber una administración de justicia, y eso es un papel del Estado.
Pero la Justicia trabaja sobre el conflicto ya desatado, tratando de restañar las heridas y dando reglas claras para evitar próximos conflictos. Mientras, el Estado debe garantizar la Seguridad (interior y exterior). Eso supone el monopolio de la fuerza para evitar el delito. Eso supone una administración de la Seguridad, ya que es difícil pensar en mecanismos espontáneos de seguridad, aunque hay experiencias al  respecto.
Por otra parte, el Estado provee unos servicios básicos: información, controles de pesos y medidas, regulaciones para garantizar la calidad de alimentos y normas de uso de bienes públicos. Pero que estos servicios estén a cargo del Estado no necesariamente implica que sea el Estado mismo el que lo provea. En muchos casos pueden ser provistos en forma eficiente por el sector privado – con fines de lucro- y por el “tercer sector”- sin fines de lucro-.
Para que la organización estatal funcione es preciso cobrar unas expensas y decidir en que gastos aplicar lo recaudado. Los impuestos deberían ser lo más parecido a las expensas domiciliarías: todos pagan lo mismo- solo diferenciándose entre tamaños de superficie de las unidades- y se aplican exclusivamente a cubrir los gastos por servicios y los sueldos del encargado.
Nadie llama al Administrador “su excelencia”. Nadie debería llamar al Presidente “su excelencia”, una rémora del Rey-Estado al cual los súbdito de deben respeto y obediencia.
Las dos funciones- ayudar a mantener el orden y dar servicios generales- no pueden confundirse. La primera se basa en poner en practica normas generales, abstractas, que pongan los limites a la acción individual o grupal. La segunda en dar directivas a la organización para mejorar el servicio.
Desgraciadamente la misma asamblea que legisla sobre lo primero- las normas generales de conducta- legisla sobre lo segundo- como la ley de Presupuesto- y a ambos tipos de reglas los llama “ley”. Y la misma asamblea que puede sancionar cualquier ley no puede ser limitada por ella misma. No hay un poder superior, una Ley, en el sentido clásico del término- que limite su accionar. Los resultados son dramáticos: la dignidad de la Ley se transforma en la dignidad de las Directivas administrativas. Ambas se llaman “leyes” pero tienen objetos y alcances muy distintos.
Se llega así a sacralizar una simple directiva administrativa, con el nombre pomposo de “Ley”, con el deseo de que sea “obedecida” como si fuera una norma de conducta moral. De este modo, inundándonos de “leyes” el Estado se apropia del país: lo transforma en una fuente de recursos  dependiente de los fines del Estado.
El Estado no existe para el país, sino el país para el Estado.
La asamblea legislativa omnipotente puede, entonces, sancionar cualquier cosa para la que tenga mayoría. Un impuesto especial, un subsidio a tal actividad, la prohibición de comprar tal mercadería- por ejemplo, divisas- , la prohibición de exportar libremente- por ejemplo, carne-, un Plan social para supuestos beneficiarios, un contenido educativo determinado. Nada escapa a su poder, solo limitado por el acceso a la mayoría legislativa. Para obtener esa mayoría suele entrarse en proceso de negociación por el cual, a cambio de algún beneficio particular se obtienen los votos necesarios. Se crea así “la Caja”: unos fondos utilizados discrecionalmente para obtener beneficios políticos , comprando votos legislativos. El proceso es autogenerado y creciente: cuanto más poder tiene un gobierno, más débil es ante el lobby de los “intereses organizados”, cuanto más beneficios pueda repartir, más demandas de beneficios particulares se generan.
Propone Hayek terminar con esta estructura de poder institucional cambiando, profundamente, la Constitución del Estado.
Uno, se crean dos Cámaras parlamentarias. La Cámara Legislativa, sanciona leyes (normas generales, abstractas, de recta conducta, destinadas a evitar el conflicto, garantizar la libertad y los derechos) y la Cámara Gubernamental, que sanciona Directivas organizativas para administrar el Estado cumpliendo normas que no puede modificar. La Legislativa revisa todas las normas sancionadas por la Gubernativa cuidando que no extralimiten su ámbito de acción, a fin de preservar libertad, propiedad y derechos de los ciudadanos. Los eventuales conflictos entre ambas cámaras se ventilan en un Tribunal Constitucional.
Propone además que las elecciones y los periodos de ambos tipos de legisladores sean totalmente independientes. Los de la Cámara Legislativa con largos plazos de actuación (propone 15 años) y los de la Gubernativo según el modelo actual de 2 o 4 años. El Gobierno, como tal, es una “comisión” específica de la Cámara Gubernativa, ante la cual tiene que responder.
Esta propuesta puede parecer compleja o desatinada, pero es, al menos un intento de modificar de raíz la enfermedad de la democracia: la transformación de las asambleas en poderes omnipotentes, escenarios de un toma y daca permanente para obtener y mantener la mayoría y el desaforado aumento de los gastos, ya que hay que responder a las demandas de los grupos de interés organizados, desde sindicatos a cámaras empresariales o productores de tal o cual bien.

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