Pero, aún cuando no mediaran estos inconvenientes, siempre será sumamente difícil el hallar amor seguro de un tirano. Elevado sobre la esfera de los demás y no teniendo compañeros, se encuentra ya más allá de los límites de la amistad cuya sede está en la igualdad. Por esto es que entre los ladrones reina la mejor armonía cuando tratan de repartirse el botín, porque todos se consideran iguales y compañeros, aunque no se amen y más bien se miren con cierta prevención, aunque no quieran aminorar su fuerza al desunirse. Pero los favoritos no pueden jamás estar seguros de la buena fe de un tirano, siempre superior a ellos, que desconoce derechos y deberes, que no tiene más ley que su capricho, y ningún compañero por ser dueño de todos. ¿Y no son dignos de compasión aquellos hombres, que a la vista de tantos ejemplos y peligros amenazantes no saben escarmentar en cabeza ajena? Entre tantos como rodean el solio de los tiranos no hay uno solo que tenga la previsión y el valor de decirles lo que, según la fábula dijo el zorro al león, que se fingía enfermo: "Mucho gusto tendría en visitar tu cueva; pero entre las muchas huellas de animales que se dirigen hacia allá, no he visto hasta ahora ninguna que indique haber salido de ella para regresar hacia su casa."
Estos miserables ven brillar los tesoros del tirano; recaban alucinados los rayos de su amistad, y deslumbrados con su resplandor, se acercan y se arrojaran a la llama que no puede dejar de consumirles. Así el sátiro indiscreto según la fábula, viendo relucir el fuego hallado por el sabio Prometeo, le pareció tan hermoso que fue a besarlo y se quemó. Así, la mariposa, que deseosa de gozar de algún placer se arroja al fuego por lo que reluce, y experimenta otra virtud: que quema, dice el poeta Lucano. Pero demos que los favoritos a fuerza de intrigas consigan librarse de las manos de su dueño: ¿podrán acaso sustraerse a las de su sucesor? Si éste es bueno, es regular que les exija estrecha cuenta de sus operaciones y manejos; si es malo y semejante a su predecesor, tendrá también sus favoritos que contentar, quienes no se satisfacen de sólo ocupar los primeros puestos, sino que también aspiran a los bienes y vidas de los que derribaron. ¿Y es posible que a pesar de tantos peligros y de tanta inseguridad, haya quien quiera servir a unos amos tan ingratos? ¡Oh Dios! ¿Puede darse mayor molestia y martirio que pasar día y noche discurriendo diferentes modos de agradar a un hombre a quien se teme más que al resto del mundo? Tener que estar siempre ojo alerta y atento el oído, para examinar por donde le vendrá el golpe que le amenaza, para descubrir los lazos que le rodean, para observar el semblante de sus compañeros; advertir quien le hace traición, sonreír a todos y temer a todos; no tener enemigos declarados que combatir ni amigos seguros con que contar; ocultando siempre, bajo un rostro risueño, un corazón apesadumbrado; sin nunca poder presentarse jovial ni tampoco estar triste. ¿Y cuál es el premio que debe esperar de una existencia tan azarosa y miserable? Hastiados los pueblos del mal que les agobia no acusan al tirano sino a sus consejeros. Que todo el mundo, desde los campesinos hasta el populacho, se complazca en publicar sus nombres, en detallar y exagerar sus vicios, y en prodigarles mil ultrajes, vilipendios y maldiciones. Todas las súplicas, todos los votos van dirigidos contra ellos; no hay desgracia, peste o hambre que no les sea atribuida; y si en ocasiones les fingen honores, los corazones del pueblo repugnan aquellas demostraciones, pues en aquel mismo instante son maldecidos y detestados como bestias feroces. He aquí toda la gloria y todo el honor que reciben de servir a un hombre que no pudiera compensar tantos trabajos e incomodidades, aún cuando cediese a sus privados una parte de su cuerpo. Mueren por fín, y las generaciones se apresuran a trasladar a la posteridad el nombre de estos Traga-pueblos ennegrecido con la tinta de mil plumas; volúmenes sin cuento destrozar su reputación; y hasta sus huesos, así decirlo corren por el fango de la por asi y posteridad, castigando tras su muerte su malvada vida.
Aprendamos pues, por fin, aprendamos a obrar bien; alcemos los ojos al cielo, ya sea por nuestro propio honor o por amor a la virtud, dirigiéndonos siempre al Todo-poderoso, testigo fiel de nuestras acciones y juez inexorable de nuestras faltas. No creo equivocarme si aseguro que no hay una cosa tan opuesta a Dios, todo liberal y pío, como la tiranía, y que su severa justicia tiene reservado en los abismos un castigo particular para los tiranos y sus cómplices
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