El movimiento que se expresó masivamente el 8 de noviembre del 2012 no deja de presentar características difíciles de interpretar a la luz de la teoría política usual. Según esta teoría, la democracia es un mecanismo de gobierno que representa la voluntad de la mayoría. Como tal, el Parlamento es el órgano por excelencia de la democracia: es en las asambleas legislativ
as donde se discuten y deciden las cuestiones centrales de una comunidad. El parlamento nació como contrapeso del poder del Rey, compuesto por representantes del pueblo que expresan sus intereses. La Constitución expresa en forma explícita la organización del poder y tiende, según se sabe, a la coexistencia de tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial.
Si es así, ¿por qué es remota la posibilidad de limitar el poder del Ejecutivo, no solo en América Latina sino en todo el mundo basado en la tradición liberal de Occidente?
Hoy los gobiernos manejan más del 50% de las rentas de una nación. Tienen centenares de organismos, regulan miles de cuestiones, deciden no solo sobre cuestiones típicas del Derecho Público, sino que intervienen en las transacciones particulares, incorporando el Derecho Privado como un simple capítulo de sus atribuciones.
Este proceso se inició cuando los parlamentos se declararon soberanos: el poder del Soberano pasó al Parlamento, el absolutismo personalista trasmutó en absolutismo institucional. La teoría de que solo un poder ilimitado es la fuente de la legislación impregnó la práctica democrática. Nadie pudo o supo cuestionar esta apropiación de la soberanía. Una cosa en la “fuente” del poder y otra sus “límites”. La Revolución Democrática de los siglos XVIII y XIX constituyó un triunfo progresivo, al pasar de una dominación personalista ilimitada a un poder relativamente fragmentado. Pero el Constitucionalismo ha diseñado unos parlamentos casi sin límites. Solo la eventual “inconstitucionalidad” de una ley- declarada por la Justicia- parece ser el límite al poder legislativo. Procedimiento ex - post, lento, complejo y puntual, excepcional.
No es que la sociedad se constituye primero y crea las normas después. Las normas son preexistentes: la sociedad se organiza en Estado no para crear las reglas, sino para hacerlas cumplir. La garantía de preservar una esfera de libertad del individuo no puede estar en votación. La libertad es la condición inicial que debe ser mantenida por el acuerdo constitucional. La propiedad privada, la seguridad, la libertad, el respeto a las creencias individuales, el límite a terceros para alterar esa esfera- sean individuos o el Estado- está en la lógica fundacional de la Revolución Americana. Vale la pena reproducir las primeras frases de la Declaración de Virginia, en 1776:
Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad. Tal ha sido el paciente sufrimiento de estas colonias; tal es ahora la necesidad que las obliga a reformar su anterior sistema de gobierno.
Varias cuestiones quedan aquí muy claras;
- La existencia de unos “derechos inalienables” (la vida, la propiedad) cuyo origen se remonta al Creador – o sea una fuente de poder no legislable por los humanos.
-La constitución de gobiernos como garantizadores de esos derechos, no como creadores de nuevos derechos y obligaciones, que gobiernan con el consentimiento del pueblo, que es la fuente de su poder.
- La posibilidad de que roto el pacto de garantía que legitima a los gobiernos, los pueblos tienen el derecho de derrocarlos, a fin de evitar la imposición del absolutismo.
Existen ,entonces, dos nociones distintas de soberanía :
Una soberanía “natural” , preexistente, que los Padres Fundadores basan del Dios, para ponerla fuera del alcance del poder humano. El pueblo, en esta concepción, no es “soberano” respecto de los derechos inalienables. La mayorías no tienen el poder de alterar los derechos inalienables .
Dos: el pueblo sí es soberano respecto del gobierno que debe garantizarlos. El gobierno tiene fines esenciales pero limitados: garantizar la seguridad, la libertad, la propiedad, la vida. Su poder nace de los ciudadanos. Debe garantizar esos derechos para todos, no para la circunstancial mayoría que lo votó.
Se preserva así una esfera individual de derechos que ningún poder, ni las mayorías parlamentarias ni un gobierno presidencialista pueden interferir sin violar el pacto constitucional.
El divorcio entre funcionarios que suponen que sus órdenes son infalibles y una sociedad que mantiene aun como un tesoro escondido la posibilidad de realizar sus propios planes, utilizando su propio conocimiento y sintiéndose amparada solo por reglas generales que garantizan la esfera privada del individuo, es lo que se evidenció el 8N.
Hemos asistido a la ruptura de un pacto tácito: el Gobierno está para garantizar mi libertad y mi seguridad, no para ponerla a prueba día tras día.
El Gobierno nacional ha llevado al extremo la concepción racionalista de que una “mente brillante” puede rediseñar una sociedad. Pero esto que es moneda corriente en el mundo occidental, en la Argentina de Cristina Kirchner ha adoptado un sesgo extremo.
Además de la corrupción , la inseguridad y los problemas de la vida cotidiana (transporte, jubilaciones, inflación) que el Gobierno no ha sido capaz de abordar, el 8N nace porque la gente se sintió amenazada en su esfera personal. “Cuanto más planifica el Gobierno, menos planifican los ciudadanos” escribió Hayek.
El “cepo” al dólar constituye el más formidable avance sobre la esfera privada que ha cometido el Gobierno. No se trata de que interfirió en una mercadería cualquiera, como lo hace habitualmente con otras, sino que afectó la capacidad de la gente de planificar su futuro. En un contexto inflacionario, y luego de agotada la instancia del consumo a crédito, cuando la gente se llenó de computadoras, pantallas de televisión, compró su auto…surge la preocupación por el futuro: ¿que le dejaré a mis hijos, unos cacharros electrónicos que en pocos años habrá que tirar? ¿O la posibilidad de que estudien en una universidad de excelencia, que tengan un vivienda propia? Cuando la preocupación pasa del presente de “consumo” a un futuro que requiere “ahorro” surge el problema del atesoramiento. Nadie ahorra en pesos depreciados y despreciados. Se necesita ahorrar en moneda “dura”, resistente a la inflación. Cuando se prohíbe y se condena la compra de dólares el mensaje que se está emitiendo es claro: si ustedes solo se preocupan por el presente, yo se los garantizo, a pesar de la inflación: crédito de consumo, subsidios a tarifas, etc. Pero si se les ocurre pensar en el futuro, este Gobierno no los va a ayudar. No va a dejar que atesoren dólares, que ahorren, porque el futuro a mi, Gobierno, no me pertenece: solo quiero un eterno presente que puedo garantizar. No puedo garantizar el futuro.
A ningún gobierno le interesa el pargo plazo. No es ese el horizonte de los políticos. En cambio, a la gente sí, le interesa y mucho. Aunque la distraigan con chucherías a crédito, la gente sabe que “hay que ahorrar en ladrillos”, que el futuro de hijos y nietos se construye hoy. Y si hoy el gobierno te deja sin herramientas para construirlo se ha roto un pacto: desaparece así el consenso que sostiene a un gobierno, y queda claro que hay que expresarse en la calle, masivamente, contundentemente. Es tiempo de retomar la soberanía originaria, que reside en el pueblo, no en el gobierno.
En ese sentido, y solo en ese, se podría decir que el 8N es “destituyente”: al gobierno se le quita la confianza, se abandona el consenso y se le comunica que si no cambia se ha transformado en un enemigo, en un obstáculo para el logro de la felicidad. En realidad el mensaje es para todo el sistema político: partidos, legisladores, jueces. Todos participan de un sistema que antepone el uso creciente de recursos estatales al desarrollo de la iniciativa privada, que olvida el derecho- las reglas básicas de una sociedad- y solo se interesa en medidas de corto plazo destinadas a repartir favores a determinados “intereses especiales”.
Basta de gobernar repartiendo recursos que aporta la sociedad.
Basta de gobernar pensando en cómo obtener apoyos para la próxima elección, apoyos que surgen de repartir como propios los recursos que la sociedad, vía impuestos, les provee.
Basta de pensar en el corto plazo, en el beneficio inmediato de un grupo específico, olvidando el perjuicio a largo plazo para el conjunto.
Basta de adoptar el aire de respetabilidad, de dignidad cuando se trata de meros funcionarios cuyos mandantes somos nosotros.
Basta de invadir nuestra esfera privada, de inmiscuirse en nuestros valores, hábitos y deseos, tratando de imponer un supuesto ideal de felicidad. La felicidad no existe: como dice la Declaración de Virginia, existe un “camino personal” hacia la felicidad. Cada cual construye ese camino como quiere, mientras no afecte los caminos que otros construyen. Pero la felicidad no es un asunto de Estado, y el Gobierno no tiene que hacer nada allí.
Por todo esto, el 8N los ciudadanos, muchos ciudadanos, expresaron su voluntad de romper el pacto con el Gobierno .Con éste y con cualquiera que no entienda que hay que reconstruir el sentido final- que no es otro que el viejo sentido de la Declaración de Virginia- de la vida en común: construir un orden que garantice la paz, la seguridad, la propiedad y el derecho a buscar la felicidad.
Si es así, ¿por qué es remota la posibilidad de limitar el poder del Ejecutivo, no solo en América Latina sino en todo el mundo basado en la tradición liberal de Occidente?
Hoy los gobiernos manejan más del 50% de las rentas de una nación. Tienen centenares de organismos, regulan miles de cuestiones, deciden no solo sobre cuestiones típicas del Derecho Público, sino que intervienen en las transacciones particulares, incorporando el Derecho Privado como un simple capítulo de sus atribuciones.
Este proceso se inició cuando los parlamentos se declararon soberanos: el poder del Soberano pasó al Parlamento, el absolutismo personalista trasmutó en absolutismo institucional. La teoría de que solo un poder ilimitado es la fuente de la legislación impregnó la práctica democrática. Nadie pudo o supo cuestionar esta apropiación de la soberanía. Una cosa en la “fuente” del poder y otra sus “límites”. La Revolución Democrática de los siglos XVIII y XIX constituyó un triunfo progresivo, al pasar de una dominación personalista ilimitada a un poder relativamente fragmentado. Pero el Constitucionalismo ha diseñado unos parlamentos casi sin límites. Solo la eventual “inconstitucionalidad” de una ley- declarada por la Justicia- parece ser el límite al poder legislativo. Procedimiento ex - post, lento, complejo y puntual, excepcional.
No es que la sociedad se constituye primero y crea las normas después. Las normas son preexistentes: la sociedad se organiza en Estado no para crear las reglas, sino para hacerlas cumplir. La garantía de preservar una esfera de libertad del individuo no puede estar en votación. La libertad es la condición inicial que debe ser mantenida por el acuerdo constitucional. La propiedad privada, la seguridad, la libertad, el respeto a las creencias individuales, el límite a terceros para alterar esa esfera- sean individuos o el Estado- está en la lógica fundacional de la Revolución Americana. Vale la pena reproducir las primeras frases de la Declaración de Virginia, en 1776:
Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad. Tal ha sido el paciente sufrimiento de estas colonias; tal es ahora la necesidad que las obliga a reformar su anterior sistema de gobierno.
Varias cuestiones quedan aquí muy claras;
- La existencia de unos “derechos inalienables” (la vida, la propiedad) cuyo origen se remonta al Creador – o sea una fuente de poder no legislable por los humanos.
-La constitución de gobiernos como garantizadores de esos derechos, no como creadores de nuevos derechos y obligaciones, que gobiernan con el consentimiento del pueblo, que es la fuente de su poder.
- La posibilidad de que roto el pacto de garantía que legitima a los gobiernos, los pueblos tienen el derecho de derrocarlos, a fin de evitar la imposición del absolutismo.
Existen ,entonces, dos nociones distintas de soberanía :
Una soberanía “natural” , preexistente, que los Padres Fundadores basan del Dios, para ponerla fuera del alcance del poder humano. El pueblo, en esta concepción, no es “soberano” respecto de los derechos inalienables. La mayorías no tienen el poder de alterar los derechos inalienables .
Dos: el pueblo sí es soberano respecto del gobierno que debe garantizarlos. El gobierno tiene fines esenciales pero limitados: garantizar la seguridad, la libertad, la propiedad, la vida. Su poder nace de los ciudadanos. Debe garantizar esos derechos para todos, no para la circunstancial mayoría que lo votó.
Se preserva así una esfera individual de derechos que ningún poder, ni las mayorías parlamentarias ni un gobierno presidencialista pueden interferir sin violar el pacto constitucional.
El divorcio entre funcionarios que suponen que sus órdenes son infalibles y una sociedad que mantiene aun como un tesoro escondido la posibilidad de realizar sus propios planes, utilizando su propio conocimiento y sintiéndose amparada solo por reglas generales que garantizan la esfera privada del individuo, es lo que se evidenció el 8N.
Hemos asistido a la ruptura de un pacto tácito: el Gobierno está para garantizar mi libertad y mi seguridad, no para ponerla a prueba día tras día.
El Gobierno nacional ha llevado al extremo la concepción racionalista de que una “mente brillante” puede rediseñar una sociedad. Pero esto que es moneda corriente en el mundo occidental, en la Argentina de Cristina Kirchner ha adoptado un sesgo extremo.
Además de la corrupción , la inseguridad y los problemas de la vida cotidiana (transporte, jubilaciones, inflación) que el Gobierno no ha sido capaz de abordar, el 8N nace porque la gente se sintió amenazada en su esfera personal. “Cuanto más planifica el Gobierno, menos planifican los ciudadanos” escribió Hayek.
El “cepo” al dólar constituye el más formidable avance sobre la esfera privada que ha cometido el Gobierno. No se trata de que interfirió en una mercadería cualquiera, como lo hace habitualmente con otras, sino que afectó la capacidad de la gente de planificar su futuro. En un contexto inflacionario, y luego de agotada la instancia del consumo a crédito, cuando la gente se llenó de computadoras, pantallas de televisión, compró su auto…surge la preocupación por el futuro: ¿que le dejaré a mis hijos, unos cacharros electrónicos que en pocos años habrá que tirar? ¿O la posibilidad de que estudien en una universidad de excelencia, que tengan un vivienda propia? Cuando la preocupación pasa del presente de “consumo” a un futuro que requiere “ahorro” surge el problema del atesoramiento. Nadie ahorra en pesos depreciados y despreciados. Se necesita ahorrar en moneda “dura”, resistente a la inflación. Cuando se prohíbe y se condena la compra de dólares el mensaje que se está emitiendo es claro: si ustedes solo se preocupan por el presente, yo se los garantizo, a pesar de la inflación: crédito de consumo, subsidios a tarifas, etc. Pero si se les ocurre pensar en el futuro, este Gobierno no los va a ayudar. No va a dejar que atesoren dólares, que ahorren, porque el futuro a mi, Gobierno, no me pertenece: solo quiero un eterno presente que puedo garantizar. No puedo garantizar el futuro.
A ningún gobierno le interesa el pargo plazo. No es ese el horizonte de los políticos. En cambio, a la gente sí, le interesa y mucho. Aunque la distraigan con chucherías a crédito, la gente sabe que “hay que ahorrar en ladrillos”, que el futuro de hijos y nietos se construye hoy. Y si hoy el gobierno te deja sin herramientas para construirlo se ha roto un pacto: desaparece así el consenso que sostiene a un gobierno, y queda claro que hay que expresarse en la calle, masivamente, contundentemente. Es tiempo de retomar la soberanía originaria, que reside en el pueblo, no en el gobierno.
En ese sentido, y solo en ese, se podría decir que el 8N es “destituyente”: al gobierno se le quita la confianza, se abandona el consenso y se le comunica que si no cambia se ha transformado en un enemigo, en un obstáculo para el logro de la felicidad. En realidad el mensaje es para todo el sistema político: partidos, legisladores, jueces. Todos participan de un sistema que antepone el uso creciente de recursos estatales al desarrollo de la iniciativa privada, que olvida el derecho- las reglas básicas de una sociedad- y solo se interesa en medidas de corto plazo destinadas a repartir favores a determinados “intereses especiales”.
Basta de gobernar repartiendo recursos que aporta la sociedad.
Basta de gobernar pensando en cómo obtener apoyos para la próxima elección, apoyos que surgen de repartir como propios los recursos que la sociedad, vía impuestos, les provee.
Basta de pensar en el corto plazo, en el beneficio inmediato de un grupo específico, olvidando el perjuicio a largo plazo para el conjunto.
Basta de adoptar el aire de respetabilidad, de dignidad cuando se trata de meros funcionarios cuyos mandantes somos nosotros.
Basta de invadir nuestra esfera privada, de inmiscuirse en nuestros valores, hábitos y deseos, tratando de imponer un supuesto ideal de felicidad. La felicidad no existe: como dice la Declaración de Virginia, existe un “camino personal” hacia la felicidad. Cada cual construye ese camino como quiere, mientras no afecte los caminos que otros construyen. Pero la felicidad no es un asunto de Estado, y el Gobierno no tiene que hacer nada allí.
Por todo esto, el 8N los ciudadanos, muchos ciudadanos, expresaron su voluntad de romper el pacto con el Gobierno .Con éste y con cualquiera que no entienda que hay que reconstruir el sentido final- que no es otro que el viejo sentido de la Declaración de Virginia- de la vida en común: construir un orden que garantice la paz, la seguridad, la propiedad y el derecho a buscar la felicidad.
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