Mis entrevistas con viejos militantes universitarios en épocas del primer
peronismo me han servido para acceder a un mundo que yo creía inexistente.
Tomé conciencia de que la generación del 45 – que en rigor se extendió
durante toda la década peronista- tenía una riqueza humana y política que
jamás fue sacada a la luz. Durante décadas fue casi un estigma el decirse
“antiperonista”. Esos viejos militantes universitarios fueron olvidados por la
Argentina política. Sus historias afectaban la construcción de un relato en el
que el peronismo- más allá de sus orígenes- se integraba al sistema democrático
como un actor importante y respetable. Para ese relato era incómodo recuperar
del olvido estas historias de represión, autoritarismo, arbitrariedad,
violencia.
Quiero ahora comparar
esas dos generaciones: la del 45 (una generación de resistencia a un gobierno
que expresaba una alianza corporativa fuertísima, que incluía a la Iglesia, el
Ejército, los sindicatos, muchos empresarios, la farándula artística y deportiva,
los medios de comunicación, etc.) y la del 70, rememorada en estos tiempos como
la de los “jóvenes idealistas”.
La generación del 70
fue hija de la Revolución Cubana y creyó verla encarnada en el peronismo. Esa
extraña mixtura sonaba en la consigna “Perón, Guevara, la Patria liberada”
Esa generación, a la
cual yo pertenecí, rompió con sus familias- porque eran antiperonistas- , con
su formación democrática o marxista clásica y adhirió fervorosamente a la
aventura de “ser peronista”, o sea, fundirse a un sujeto hecho de poder puro,
sin sutilezas teóricas, “puro pueblo”, que gritaba sin sonrojarse “alpargatas
sí, libros no”. Con ese acto de ruptura no solo quebrábamos las relaciones con
nuestra “clase”, con nuestras familias, sino con el “ethos” cultural de un
progresismo hecho de libros, nostalgias parisinas e identificado, a su modo,
con Occidente. Tirábamos a Marx o a Sartre o a Freud a la basura y adheríamos
al tumultuoso, contradictorio, violento y autoritario peronismo, el lugar real
donde “las masas” vivían. Coqueteábamos incluso con cierto fascismo de hecho.
Algunos, de tanto leer a Perón y sus nostalgias mussolinianas abandonaban
cualquier resto de “recato” y cantaban extasiados “Ni yanquis ni
marxistas, peronistas”.
Era una catarsis, una
ceremonia desvariada, un rito de iniciación: había que probar que no quedaba
ninguna fibra de “socialdemocracia”, de “izquierda cipaya”, en nuestras mentes
y que ya, casi, éramos pueblo. Había que amar a Perón, si uno quería fundirse
realmente con el pueblo.
Así como hubo una
trayectoria desde la derecha nacionalista de Tacuara hacia Montoneros y la
“tendencia revolucionaria”, hay otra que nace en la izquierda marxista y
termina en Guardia de Hierro o, peor aun, en los grupúsculos de la ultra
derecha peronista. También, obviamente, había “entristas”, marxistas puros y
duros que, por cálculo político, adoptaban alguna terminología peronista y se
sentían parte del “Movimiento”, con la secreta esperanza de guiarlo hacia la
Revolución Social.
La generación del 45,
en cambio, era hija de la Guerra Española y la Segunda Guerra Mundial: el
frente antifascista que englobaba desde el Partido Comunista hasta algunos
cristianos, pasando por anarquistas, socialistas, radicales, demócratas
progresistas, liberales. Arraigada en la tradición democrática, continuadora,
en muchos casos de una historia familiar de militancia enfrentada al golpe de
Uriburu. Para ellos, Perón era simplemente- no había mucho que discutir- la
versión criolla del fascismo, una continuidad natural del uriburismo, un
representante de la corporación militar, la Iglesia y los sindicatos, al estilo
fascista y falangista.
No fue una generación
de ruptura, no tuvo que pasar por ritos de iniciación ni abjurar de su
formación o sus tradiciones familiares. Fue, en ese sentido, más sana, más
consistente. No necesitó de sesiones de terapia para integrar sus diversos
yoes, como nosotros (judíos hablando de la conspiración sionista, izquierdistas
teniendo que comulgar en la iglesia “ de los pobres”, internacionalistas bebiendo
grandes tragos de nacionalismo, marxistas renegando de sus libros y dedicándose
a leer a Perón, y así sucesivamente)
Los del 45 eran
antifascistas, simplemente. Y casi todos, anticomunistas. Sabían que Hitler y
Stalin tenían la misma sangre autocrática y violenta. Y que de esos modelos se
desprendían pequeños dictadores como Perón.
Sabían que estábamos
en Argentina y que las cosas nunca llegarían a la letal maquinaria nazi o
al crudo Gulag ruso. Sabían que era muy difícil perder la vida, aunque había casos.
Lo más usual serían algunas temporadas en la cárcel, problemas para recibirse,
algunos golpes. Aunque también hubo torturas, torturas en serio, con picana
aplicada sobre una cama de metal, durante horas.
El apoyo obrero a
Perón fue una amarga píldora que tuvieron que tragar. Fueron sorprendidos por
la rapidez con la que la “clase obrera” – el gran mito socialista en el que
muchos de ellos creían- se hacía fascista. Evita fue otro misterio: cómo podía
ser que una figura de la farándula, enjoyada y vestida con pieles pudiera ser
una especie de diosa de los pobres.
Si algo no pudieron
entender, al menos en ese momento, es que el peronismo era una construcción
mitológica, no un mero rejunte de oportunistas. Algo muy complejo que ya está
inscripto en el ADN argentino, parte constitutiva de una cultura política y
extrapolítica. Pero esa es otra historia.
Ellos sufrieron en
peronismo real, no la narración mitológica construida para perdurar. Para
ellos, el peronismo fue el “tira” que los delataba, las golpizas en la Sección
Especial, el control agobiante, la inexistencia de una prensa libre, el
festival de “permisos de importación” con el que se premiaba a los
leales, la impudicia de la UES, la manipulación del deporte, el espectáculo y
la cultura, al servicio del poder dominante. Fue la imposición de la educación
religiosa, la intervención en las universidades y la destrucción de la Reforma,
la persecución a los legisladores de la oposición, los oscuros negocios de
Juancito Duarte, el refugio para los nazis, los profesores falangistas, los
“amigos” como Somoza, Stroessner o Trujillo, los libros de lectura con frases
como “Mamá me ama, Eva me ama”, la afiliación compulsiva al Partido
Peronista, las listas negras de artistas, la política exterior muy poco “popular
y antiimperialista”.
Ese relato, para
nosotros, simplemente no existía, era obra de la propaganda “gorila”, un
infundio de los “contreras”. Nos negábamos a saber que Cipriano Reyes, coautor
del 17 de octubre, había sido torturado y preso durante siete años, no sabíamos
los nombres de los torturadores (los hermanos Cardoso, Lombilla, Amoresano) Nos
negábamos a ver una realidad que nuestros padres conocían bien. Sus
advertencias nos sonaban huecas: una tía vieja no puede saber más que yo quien
fue Perón.
Y sin embargo, lo
sabían: todos los fantasmas cuidadosamente ocultados, minimizados o
justificados aparecen en estos relatos de los testigos. Sin histerias,
reconociendo errores, algunos, incluso, afirmando que las cosas cambiaron mucho
desde entonces. Pero nadie reniega de su militancia opositora. Ninguno de ellos
abomina de sus posiciones, que fueron consistentes con los valores que
encarnaban.
Se los puede acusar de
ingenuidad. Pero ninguno actuó manipulado por poderes ocultos, por la tan
mentada “Sinarquía internacional”, la Masonería, el Imperialismo o el judaísmo.
Esos cucos fueron alimentados por Perón y combinados en una mezcla explosiva
con los mitos tercermundistas. Esa extraña combinación de tercermundismo,
fascismo y marxismo fue la que nos taladró la mente en los setenta. Aun hoy,
esa mescolanza actúa determinando que el peronismo sea un animal político capaz
de hacer y deshacer, decir y desdecir con total desparpajo.
Ellos fueron leales a
sus ideas, incluso las equivocadas: el “clima de época” como dijo Pandolfi,
haciendo alusión a un cierto izquierdismo ingenuo que coincidía en algún punto
con el estatismo peronista, pero que rechazaba desde las entrañas el
autoritarismo y el culto a la personalidad que caracterizaron al Régimen.
Ha sido una experiencia personal extraordinaria entrevistar a estas
personas, los testigos olvidados.
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