Lo natural es que un país
tenga un Estado y no que el Estado tenga un país.
Lo primero indica que un sujeto social, digamos “la
sociedad”- como si una cosa así existiera- decide darse una administración de
la cosa pública, la Res Publica. Así como un consorcio de propietarios contrata
un administrador para hacerse cargo de los servicios comunes, recaudar las
expensas y dar cuenta de los gastos, un sociedad decide crear un Estado para
que se ocupe de algunas cosas básicas y comunes.
Lo primero, el mantenimiento de un orden social basado en la
Justicia y la Seguridad. La Justicia es el sistema de resolución de conflictos
entre ciudadanos y entre estos y el Estado. Pero para que funcione, debe haber
una administración de justicia, y eso es un papel del Estado.
Pero la Justicia trabaja sobre el conflicto ya desatado,
tratando de restañar las heridas y dando reglas claras para evitar próximos
conflictos. Mientras, el Estado debe garantizar la Seguridad (interior y
exterior). Eso supone el monopolio de la fuerza para evitar el delito. Eso
supone una administración de la Seguridad, ya que es difícil pensar en
mecanismos espontáneos de seguridad, aunque hay experiencias al respecto.
Por otra parte, el Estado provee unos servicios básicos:
información, controles de pesos y medidas, regulaciones para garantizar la
calidad de alimentos y normas de uso de bienes públicos. Pero que estos
servicios estén a cargo del Estado no necesariamente implica que sea el Estado
mismo el que lo provea. En muchos casos pueden ser provistos en forma eficiente
por el sector privado – con fines de lucro- y por el “tercer sector”- sin fines
de lucro-.
Para que la organización estatal funcione es preciso cobrar
unas expensas y decidir en que gastos aplicar lo recaudado. Los impuestos
deberían ser lo más parecido a las expensas domiciliarías: todos pagan lo
mismo- solo diferenciándose entre tamaños de superficie de las unidades- y se
aplican exclusivamente a cubrir los gastos por servicios y los sueldos del
encargado.
Nadie llama al Administrador “su excelencia”. Nadie debería
llamar al Presidente “su excelencia”, una rémora del Rey-Estado al cual los
súbdito de deben respeto y obediencia.
Las dos funciones- ayudar a mantener el orden y dar servicios
generales- no pueden confundirse. La primera se basa en poner en practica
normas generales, abstractas, que pongan los limites a la acción individual o
grupal. La segunda en dar directivas a la organización para mejorar el
servicio.
Desgraciadamente la misma asamblea que legisla sobre lo
primero- las normas generales de conducta- legisla sobre lo segundo- como la
ley de Presupuesto- y a ambos tipos de reglas los llama “ley”. Y la misma
asamblea que puede sancionar cualquier ley no puede ser limitada por ella
misma. No hay un poder superior, una Ley, en el sentido clásico del término-
que limite su accionar. Los resultados son dramáticos: la dignidad de la Ley se
transforma en la dignidad de las Directivas administrativas. Ambas se llaman
“leyes” pero tienen objetos y alcances muy distintos.
Se llega así a sacralizar una simple directiva
administrativa, con el nombre pomposo de “Ley”, con el deseo de que sea
“obedecida” como si fuera una norma de conducta moral. De este modo,
inundándonos de “leyes” el Estado se apropia del país: lo transforma en una
fuente de recursos dependiente de los
fines del Estado.
El Estado no existe para el país, sino el país para el
Estado.
La asamblea legislativa omnipotente puede, entonces,
sancionar cualquier cosa para la que tenga mayoría. Un impuesto especial, un
subsidio a tal actividad, la prohibición de comprar tal mercadería- por
ejemplo, divisas- , la prohibición de exportar libremente- por ejemplo, carne-,
un Plan social para supuestos beneficiarios, un contenido educativo
determinado. Nada escapa a su poder, solo limitado por el acceso a la mayoría
legislativa. Para obtener esa mayoría suele entrarse en proceso de negociación
por el cual, a cambio de algún beneficio particular se obtienen los votos
necesarios. Se crea así “la Caja”: unos fondos utilizados discrecionalmente
para obtener beneficios políticos , comprando votos legislativos. El proceso es
autogenerado y creciente: cuanto más poder tiene un gobierno, más débil es ante
el lobby de los “intereses organizados”, cuanto más beneficios pueda repartir,
más demandas de beneficios particulares se generan.
Propone Hayek terminar con esta estructura de poder
institucional cambiando, profundamente, la Constitución del Estado.
Uno, se crean dos Cámaras parlamentarias. La Cámara
Legislativa, sanciona leyes (normas generales, abstractas, de recta conducta, destinadas
a evitar el conflicto, garantizar la libertad y los derechos) y la Cámara
Gubernamental, que sanciona Directivas organizativas para administrar el Estado
cumpliendo normas que no puede modificar. La Legislativa revisa todas las
normas sancionadas por la Gubernativa cuidando que no extralimiten su ámbito de
acción, a fin de preservar libertad, propiedad y derechos de los ciudadanos.
Los eventuales conflictos entre ambas cámaras se ventilan en un Tribunal
Constitucional.
Propone además que las elecciones y los periodos de ambos
tipos de legisladores sean totalmente independientes. Los de la Cámara
Legislativa con largos plazos de actuación (propone 15 años) y los de la
Gubernativo según el modelo actual de 2 o 4 años. El Gobierno, como tal, es una
“comisión” específica de la Cámara Gubernativa, ante la cual tiene que
responder.
Esta propuesta puede parecer compleja o desatinada, pero es,
al menos un intento de modificar de raíz la enfermedad de la democracia: la
transformación de las asambleas en poderes omnipotentes, escenarios de un toma
y daca permanente para obtener y mantener la mayoría y el desaforado aumento de
los gastos, ya que hay que responder a las demandas de los grupos de interés
organizados, desde sindicatos a cámaras empresariales o productores de tal o
cual bien.
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