domingo, diciembre 05, 2004

Bastones Largos

En julio de 1966, un mes después de derrocar al Gobierno constitucional, el general Onganía ordenó liquidar cincuenta años de autonomía universitaria. Tropas de asalto de la Guardia de Infantería irrumpieron en las distintas Facultades de la Universidad de Buenos Aires, con la orden de arrasar con toda oposición a la Intervención decretada.
Pero en una de ellas - la Facultad de Ciencias Exactas- la noche fue especialmente violenta: decenas de profesores y alumnos fueron golpeados, tirados al suelo, insultados, en una cacería que aun se recuerda como la Noche de los Bastones Largos.
Exactas no se caracterizaba ni por la masividad de las tradicionales Medicina o Derecho, ni por la efervescencia política, como la de Filosofía y Letras. Era un pequeño ámbito científico, de investigación y enseñanza.
¿Por qué fue blanco de esa saña especial? ¿Por qué la represión adquirió allí el rostro de una jornada trágica, inolvidable, e incomprensible?
Creo saber la respuesta.

Yo cursaba el secundario en el Colegio Nacional General Julio A. Roca. Dos patios, el olor de cincuenta años atendiendo a camadas de alumnos del barrio de Belgrano y alrededores, con las luces y las sombras de una enseñanza que hoy se añora: Club Colegial – cuya revista “tuve el honor” de dirigir, clases de música - formaba parte del coro-, viejas profesoras, broncas, bromas, acto de fin de año, discutir de política – Vietnam era una herida-, música, futuro.
En junio de 1966 escribí en el pizarrón, en letras grandes LLEGO EL GOLPE. No sé bien por qué lo hice: no como homenaje sino como ratificación de algo que toda Argentina esperaba desde hacía varios meses: la irrupción de los militares, de la mano del General (retirado) Juan Carlos Ongañía. Desde su renuncia a la Comandancia del Ejército, a fines de 1965, todos sabían que el golpe era cuestión de tiempo. Y de circunstancias disparadoras, como el Plan de Lucha que oportunamente la CGT descerrajó sobre un Gobierno democrático y honesto. Pero eso es otra historia.

Yo iba al Roca. Sí. ¿Y saben que se conmemoraba en julio de 1964? Los cincuenta años de la muerte del “Prócer”. Y¿ saben dónde se conmemoraba? En el Monumento a Roca: Diagonal Sur y Perú, a metros de la Facultad de Ciencias Exactas.
Allí fuimos unos pocos alumnos- los miembros del coro- a entonar el Himno a Roca, que nuestra benemérita Profesora de Música había compuesto para la ocasión... No recuerdo ni su nombre, ni la letra de la soporífera loa al Conquistador del Desierto.

Al rato llegó el Presidente Arturo Illia y nos saludó, uno a uno. Subió al palco, y quedó rodeado por prohombres: ministros, secretarios... y el Teniente General Juan Carlos Onganía, Comandante en Jefe del Ejército.
Era la primera vez que veía a un Presidente de la Nación tan cerca. En algún lugar mío había emoción, en otro, mi rebeldía se reía de toda aquella puesta en escena.

Todo marchaba muy bien. Palabras alusivas. Público respetuoso, señoras y señores importantes, algún descendiente del héroe. Nosotros esperando a cantar el Himno...
De pronto, desde algún lugar que identifiqué como la terraza del histórico edificio de la Facultad de Exactas, se escucharon gritos y consignas. Era un grupo de estudiantes. Pocos, diez o doce. No recuerdo las palabras, pero eran contra los militares, sin alusiones al Gobierno. Gritaban, aullaban, se reían. (Los admiré, pequeño, abajo, quise estar con ellos ahí arriba, libres y poniendo nerviosos a esos adustos personajes).
Algún funcionario, muy alterado, gritó algo contra los estudiantes. Estaban aguando el acto. Y estaban poniendo muy nerviosos a los asistentes. Sobre todo a uno de ellos.
Ahí lo vi. Vi su mirada humillada e impotente. Así hablaban los ojos del general Onganía. El máximo jefe militar, el que había aplastado con sus tanques a la fracción colorada del ejército, el gran caudillo militar emergente, estaba ahí, a merced de diez “loquitos”, resguardados por la autonomía universitaria. Un hombre acostumbrado a mandar, veía con claridad un límite al poder que, ya seguramente en ese momento, planeaba asaltar.
Nunca olvidó la afrenta. Por eso, el general no descansó hasta ver la odiada Facultad de Ciencias Exactas y Naturales humillada, hundida, dispersa y asustada, con sus profesores golpeados hasta la sangre; sus aparatos e instalaciones, destrozados; sus alumnos, demudados. Y la Ciencia huyendo del país.
Eso vi hace ya cuarenta años, y ahora lo cuento.


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